Fue una lágrima.

Fue una lágrima.


Este texto es el prólogo revisado que redacté para el libro que se editó para una exposición de pintura de mi buena amiga Soledad Aza, sirva pues, como un homenaje a su maravillosa obra que nuevamente hoy 21 de junio de 2013 he tenido la oportunidad de ver porque el azar así lo quiso.

Fue una lágrima, recuerdo perfectamente el primer dibujo que contemplé de Soledad. Fue una lágrima. Hace de esto más de veinte años, pero la emoción que causó en mí no difiere en absoluto de la que estas maravillosas pinturas que tengo el inmenso placer de contemplar ahora me producen. Un sentimiento que convierte mi extrema racionalidad en un cúmulo de dudas, en una balsa que baila sobre un mar de piedras al pausado son de una música somnolienta. No existe el tiempo y mi contemplación toma carácter anacrónico, dejo un presente real para sumirme en un dulce sueño atemporal que me conduce firme, pero inseguro, sereno, pero amedrentado, decidido, pero sumiso, altivo, pero gacho a otra realidad que no quiere regirse por las leyes del tiempo humano. Esa realidad irreal que aflora de las manos de Soledad y que amablemente te imbuye para que abras la puerta que te introduzca plenamente en ese mundo que sólo en ella existe, pero que comparte con nosotros; esa “irrealidad” es su pintura y mi asombro, su arte y mi reverencia. Me descubro y le agradezco muy sinceramente, como solo ella puede saber, el que me permita desde la mayor modestia halagar veraz y llanamente su obra.

Aquel incipiente realismo surrealista, como por aquel entonces, entorno a 1.992, inocente de mí, llamaba en secreto, por no caer en pedantería, a esas hermosas pinceladas de Soledad ha madurado, pero sigo reconociendo su mano, porque la he contemplado como ocasional observador. Su pintura no deja, en cualquier caso, de asombrarme, de aturdirme, de sobrecogerme como aquel hilo que, entrelazando un pequeño racimo de uvas, se humedece sobre un lecho de cantos al contacto de esas maravillosas gotas de agua que parecen resbalar a lo largo del lienzo, como si este estuviese a la intemperie, en grises y difusas horas vespertinas de un eterno otoño idealizado en su mente, donde todo el onírico mundo, reflejo de sus cuadros, tiene vigencia. Esa es su pintura, la de una dulce niña de sueño liviano, labios carnosos, camisón celestial y tersas manos sosteniendo delicadamente el embozo de la sábana, que intenta asirse a la realidad, pero que desaparece entre los borrosos recuerdos de unas letras ininteligibles que se funden con, sobre, en y desde el propio lienzo jugando  afablemente con el fascinado observador. Una obra llena de insinuaciones, de desvelos, de amor, frustraciones y angustias… de hermosura. Quisiese ser atravesado por una de sus flores, un lino blanco tal vez, para poder conocer las entrañas del universo interior de Soledad y alcanzar a comprender, siquiera de forma sutil, sus trabajos, profundizando en el complejo mensaje que transmiten desde una calidad pictórica intemporal que manifiesta su infinita destreza con los pinceles.



Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 3 de mayo de 2004.

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