De becas y enseñanza.

Imagen cedida por @juanan3m
Como cada año, el claustro se reunió para disponer sobre las notas finales de los alumnos. Como cada año, cada curso tenía un doble listado de estudiantes que la dirección del centro venía imprimiendo en papeles de colores distintos, siguiendo las instrucciones del Reglamento de la Última Ley de Educación, la denominada ULE: una lista era blanca, la otra marrón. Como cada año, resultaba mucho más difícil leer los nombre de la lista marrón que los nombres de la lista blanca. Los de la primera se correspondían con los alumnos becados por el Ministerio de Educación. Los de la segunda eran aquellos que podían pagar su educación, privatizada totalmente desde hacía varias décadas, de forma íntegra y que, además, realizaban donaciones anónimas entregadas en sobres, también blancos en los que cualquier texto resultaba sumamente inteligible, al centro, de forma que éste podía invertir en mejoras destinadas a optimizar la educación de los alumnos de las listas blancas, ya que los de las listas marrones se formaban en aulas diferentes y no percibían los frutos de esas donaciones. Existía una curiosa correspondencia, salvo casos extremos y aislados, que no debe malinterpretarse, entre las donaciones anónimas y las notas de los hijos de los donantes, puesto que cada alumno, hijo de un donante anónimo, solía tener de media tres o cuatro profesores por asignatura (y el número se incrementaba en función de la cuantía de la donación) que estaban sistemáticamente pendiente de él y le aplicaban las más innovadoras técnicas pedagógicas que terminaban por hacer del chaval un no mediocre estudiante.

Sin embargo, y a pesar de que el centro era el mismo, los alumnos cuyos nombres aparecían en las listas marrones, quedaban sometidos al mayor de los desaires por parte del profesorado que se limitaba a entregarles un temario al inicio del curso y a examinarles al final del mismo, llegándose al extremo de diferenciar los exámenes que hacían estos alumnos, de los que debían superar los alumnos que aparecían en las listas blancas. Las diferencias fundamentales se encontraban en la dificultad de las pruebas. Huelga decir cuáles eran más complejos. La ayuda que recibían los estudiantes de las listas marrones, y que era determinada en cuantía por el Ministerio, estaba sometida lógicamente a la nota media obtenida por cada alumno y ésta se había fijado en un 5 sobre 10, para poder de este modo establecer un criterio igualitario entre unos alumnos y otros. Pero los centros, aplicando el Reglamento de la citada ULE, asignaban como mínimo, a cada alumno de las listas blancas, un tutor de entre los alumnos de las listas marrones –había centros en los que cada alumno de listas blancas podía llegar a tener dos o tres tutores y no era infrecuente encontrar centros en los que cada alumno de listas marrones tutorizaba a más de un alumno de listas blancas-. Estas asignaciones de tutores no solo responsabilizaban a los alumnos de las listas marrones de los resultados de los alumnos de las listas blancas, sino que además debían asegurarse de que estos últimos obtuviesen en sus notas medias al menos un notable, puesto que si no lo alcanzaban por sus propios medios se procedía a sustraer de las notas de sus tutores los puntos necesarios para conseguirla. Estadísticamente quedaba demostrado año tras año que el número de puntos cedidos por los alumnos de las listas marrones a los de las listas blancas era como mínimo de tres. Además, el centro se reservaba la posibilidad de realizar un cambio de asignación de tutor de última hora para asegurar que ningún alumno de lista blanca suspendiese, no por el hecho de que no pudiese volver a pagar su matrícula o que esto supusiese la salida del centro por no obtener beca de su tutor-alumno de lista marrón, sino porque normalmente las donaciones se veían mermadas si el número de suspensos entre los alumnos de las listas blancas eran elevados. Así pues, un alumno de lista marrón debía sacar como mínimo un notable alto para, tras detraerle los tres puntos que cedía al alumno de lista blanca de turno, conseguir el aprobado que le permitía seguir optando a la beca y proseguir con sus estudios.

De otra parte, los alumnos de la lista marrón contraían una deuda con el Estado al recibir la beca que debían devolver en cuanto finalizasen su carrera, puesto que esta beca tomaba forma de préstamo personal. Normalmente la presión hipotecaria que suponía la cuota era más bien alta, con lo que los estudiantes becados que lograban terminar sus estudios y encontraban trabajo, pasaban un período de tiempo prolongado durante el que debían afrontar dichas cuotas, so pena de perder el título recibido por impago de las mismas.

Las estadísticas presentadas por el Ministerio de Educación en el anuario de la ULE mostraban un reducido número de estudiantes universitarios sobre la población total; un porcentaje bastante bajo de ellos estaba formado por los becados, entre los que, sin embargo, el Estado se vanagloriaba de tener a las mentes más privilegiadas, aunque no citaba que, en cuanto terminaban de pagar la deuda contraída, emigraban a otros países donde encontraban su liberación y desarrollaban todo su potencial. Los estudiantes de las listas blancas, que a los efectos estadísticos estatales no estaban diferenciados, solían terminar como miembros en los consejos de dirección de grandes compañías o pasaban a engrosar las listas de políticos adscritos a un partido determinado.

Tras las habituales discusiones claustrales las listas definitivas con las notas finales de los alumnos fueron entregadas a la dirección. En la lista blanca, la nota más baja había sido un 7,3. En la lista marrón la nota más alta había sido un 5,6, muchos habían suspendido y ya no estarían en el curso siguiente.





Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 28 de junio de 2013.

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