Caminaba aparentemente tranquilo por los aledaños de la Plaza Mayor.
Juan Olvidado sabía que habría miles de personas a las doce del mediodía frente
al Ayuntamiento. Las noticias indicaban que el número de manifestantes sería impresionante,
al igual que las dotaciones policiales que debían contenerlos. Quería formar
parte en esa demostración de desilusión, de desencanto, de decepción que había
comenzado a organizarse de forma espontánea unos meses atrás, pero sentía
cierto miedo, algún recelo, tal vez desconfianza, que él mismo excusaba en su
futura paternidad, pero que en realidad no era más que una indescriptible
aprensión que le preocupaba, que le impelía a evitar y a huir de la posible
confrontación con un señor acorazado de rostro cubierto y porra en mano, que
respondería robóticamente a unas instrucciones claras, orientadas a procurar
disgregar la manifestación, tal y como las autoridades habían públicamente
indicado, al no haber sido autorizado dicho acto por no encontrarlo justificable.
La dureza de las medidas que se habían llevado a cabo desde el gobierno,
contradiciendo los mensajes que lanzaron en campaña para desacreditar a sus
antecesores, provocó el derrumbe del sistema. Había sido declarado un estado de
sitio a tenor de las numerosas protestas que la ciudadanía comenzó a desplegar
y que fueron sistemáticamente dispersadas con gran violencia por parte de los
cuerpos de policía del Estado; violencia, que solo consiguió provocar más
violencia por parte de los manifestantes, quienes, finalmente, arrastrados por
una ira colectiva sin precedentes, presentaban batalla en cada uno de los
asiduos embates que se producían entre las partes. El Gobierno se vio obligado,
según justificó, a tomar una serie de calculadas acciones que prohibían la
reunión pública de ciudadanos, salir a la calle a partir de ciertas horas y,
por su puesto, cualquier acto subversivo que pusiera en peligro la “paz social”
conseguida, que ellos se atribuían.
Juan era perfectamente consciente de que no provocaría, de que no
insultaría, de que no sería partícipe ni causante de ningún acto violento, ni
tan siquiera frente a posibles provocaciones, ante las cuales, más que
probablemente huiría y que según mucha de la información vertida al respecto,
procedía de “infiltrados” entre los manifestantes que buscaban encender la
chispa que pudiese justificar acciones policiales beligerantes y represivas. En
realidad, todo el movimiento se había puesto en marcha con la premisa de la no
violencia. Se pretendía demostrar que la ciudadanía era respetuosa con la
ciudadanía, puesto que se comprendió que, al fin y al cabo, los gobernantes,
los policías, los jueces, etc., debían responder socialmente como ciudadanos
antes que por sus cargos. De hecho, uno de los lemas que, de forma natural, se
utilizó para la convocatoria era ”mírate desde mi lado”, intentando así hacer
entender que no era concebible tratar de acabar con lo que constituía, en suma,
una protesta para establecer el bien común, el bien general frente a los abusos,
frente al reparto desequilibrado de recursos, frente a las desigualdades
sociales y a la pérdida progresiva de derechos que las decisiones
gubernamentales acarreaban y que constituían una pesada losa sobre los hombros
de las clases sociales más desfavorecidas que, progresivamente, lo eran cada
vez más y más, creando un insolidario y enorme abismo social entre ricos y
pobres, que no podía sino terminar en una lucha fratricida si se superaban los
límites, cada vez más cercanos, de lo soportable por la ciudadanía.
Juan merodeaba por el entorno cercano a la plaza, mientras auténticas
mareas de gentes se iban aglomerando en un área que daba la sensación de
empequeñecerse por momentos. Ya no era posible acceder al interior del espacio
público limitado por antiguos edificios con balconadas y porticados. La plaza estaba
tomada y la gente se apelmazaba en las calles adyacentes que iban
abarrotándose. Juan seguía dubitativo y apesadumbrado, huidizo, pero cercano, esperando la llamada de alguien
que le invitase a unirse y ante la que no podría negarse. Comenzó a deambular
por algunos callejones que aún permanecían desocupados, tal vez por estrechos,
tal vez por oscuros, quién sabe. El caso es que en una de esas callejas
tropezó, literalmente, con un señor que se encontraba apoyado en el suelo sobre
su costado derecho, llevaba un abrigo roído y desteñido, desabrochado, que
mostraba su pecho sucio y ennegrecido, como la cara. Los párpados, medio
caídos, tapaban lacónicamente sus ojos y ante el traspié se abrieron de par en
par, estremecidos, asustados. Miró a Juan con miedo al principio y cuando
comprobó que no corría peligro, avergonzado de encontrarse en esa realidad.
Juan pidió disculpas y le preguntó si se encontraba bien, el pobre calló y bajó
la cabeza asintiendo levemente para ocultar su rostro entre las sombras de las
solapas del gabán. Juan le miró. Le reconoció. Sabía quién era, fue compañero
suyo de la universidad y posteriormente recordaba haber coincidido con él en
alguna ocasión. De hecho, no hacía demasiado tiempo, tal vez un año o dos, Juan
le atendió en su despacho cuando fue a realizar una consulta acerca de un
expediente que ahora no recordaba. Se saludaron como aquellos conocidos que no
se atreven a reconocerse, pero, tras resolver sus dudas, invitó a Juan a tomar
un café y fue agradable recordar los viejos tiempos de la facultad. Hablaron de
sus vidas, recordaba que no le iba mal. Sin embargo ahora lo veía ahí, tumbado
en el suelo como un vagabundo, en eso se había convertido. Juan se agachó a su
lado, le tocó en el hombro, le habló, “¿se
encuentra bien?”. El indigente se limitó a asentir. Juan insistió, recordó
su nombre, “Antonio, ¿qué te ha pasado?”.
Antonio escondió aún más su cara al escuchar su nombre. Se giró sobre su propio
cuerpo buscando el frío y la intimidad que le ofrecía la pared. Antonio ya había
reconocido previamente a Juan. Gruñó. “¿Qué
te ha pasado?”, insistió Juan. Antonio se encogió de hombros, “me han quitado la vida… Juan, ellos me la
han quitado”. Juan retiró su mano del hombro de Antonio y se puso en pie,
le contempló durante un instante, oscuro, giró y se dirigió hacia la plaza.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 13 de abril de 2013.
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