España, ay España.


La sombra de una encina centenaria conmueve nuestras almas al mediodía. Las flores cerezadas, listas a ofrecer sus frutos, endulzan nuestro paladar. Los olivos retorcidos llenan nuestras venas de dorado líquido. Los fríos vientos invernales curan las carnes que nos alimentan. Las llanuras desgarran sus tierras para permitir a las semillas crecer. El mar, golpeando las costas, sala nuestras vidas. Las uvas arrancadas de las vides aplacan nuestras sedientas gargantas.

¿No lo veis? Esta es la tierra en que vivimos, aunque algunos desalmados se empecinan en convencernos de lo contrario. Somos gente buena, gente encantadora, feliz, capaz de apreciar y dejarnos conmover por el sol, la lluvia y el viento, por nuestros vecinos, por nuestras familias, por quienes nos rodean. Incluso somos gente de mantilla y peineta, de chaqueta y corbata, de buen hacer y comprometida, trabajadora y solazada, populosa, variada. Pero también somos gente desafortunada, ¿alguien sabe por qué nos esquilman?, ¿quién sabe por qué consentimos? Haremos acaso bueno el refrán de ser los únicos seres, los españoles, capaces de tropezar cientos de veces con la misma piedra. Una y otra vez, la historia nos recuerda los errores que como pueblo cometimos y perpetuamos al aceptar sumisos, confiados, obedientes y resignados aquello que, en conciencia y reflexión, no quisimos. ¿Entenderemos en algún momento que nuestra parsimonia no infunde sino confianza en quienes quieren beneficiarse de nuestra idiosincrasia? ¿Cuál es el límite?, ¿dónde está?, estoy convencido de que se superará, pero, ¿qué ocurrirá cuando esto acontezca?, ¿habrá que llegar a la consumación, al extremo?, ¿no deberían tomar conciencia de la realidad aquellos en quienes depositamos nuestra confianza y encomendamos la gestión de nuestro patrimonio, de nosotros, de nuestra tierra? Ese es, ni más ni menos, el ejercicio de responsabilidad y compromiso que debe exigírseles a nuestros representantes y que me temo, como también la historia viene demostrando triste y sistemática, no ocurrirá si no actuamos. Esa maldita enfermedad patológica y casi incurable, que afecta a todo tipo de gentes, que une poder y dinero en el mismo mal. Esas condenas que caen sobre nuestros hombros como losas a las que se suben unos pocos desalmados, valientes y crecidos en sus encomiendas, pero cobardes en sus responsabilidades, capaces de malversar, desfalcar, mentir o robar, para, al final, morir ricos y poderosos, y ser devorados, como todo hijo de vecino, por los gusanos o, si la gracia divina lo estima, entre halos etéreos en el mismo edén que quien fue pobre en vida, tal y como todas las religiones nos recuerdan metódicamente. Qué absurdo malvivir.

Que somos como somos y que somos lo que somos es indudable, y maldita la gana de cambiarlo, más bien debemos compartirlo e incluso sentirnos orgullosos por ello, pero nunca tolerar el abuso para el beneficio de unos pocos por más que haya quedado demostrado a lo largo del tiempo la Paretiana desigualdad económica en la sociedad. Porque algo que no somos es idiotas, incluso aunque pretendan hacernos creer lo contrario, o utilicen artimañas y mentiras para persuadirnos de qué intereses defienden y en nombre de quiénes lo hacen. Tenemos el derecho y el deber de destituir a quienes defraudaron nuestra confianza y cuyas acciones no pueden validarse en el manido “ sé que no es lo que dije, no quiero hacerlo, pero las circunstancias me obligan”. La propia frase se invalida e invalida a quien la pronuncia: si las circunstancias superan en política hay una solución: dimitir; argumentando, si se quiere, ahora sí, ese aparente recursivo aforismo y declarando qué circunstancias son las que obligan y más importante aún, quiénes las imponen.

La resignación termina imponiendo su verdad con aplomo si consentimos abusos, prebendas, influencias; si nos dejamos manipular como extensiones del poder y del dinero; si no impedimos que el egoísmo social no nos deje ver la realidad en que quieren transformar nuestra sociedad. Otro mundo es posible, otra España es posible, solo hace falta gente comprometida, independientemente del color con que se vista, y que crea en nuestras posibilidades, que confíe en el grupo por encima del privilegiado, que se haga creer y que cumpla su palabra, su proyecto si con ello nos convenció para que le confiásemos nuestro gobierno. Grito desgarrado porque esta España nuestra no es la que merecemos.  



Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 4 de abril de 2013.

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