El ambulante.


El ambulante.


Un hombre camina por la calle. Los pantalones, vaqueros roídos, ligeramente caídos por debajo de la cintura. Barba rala y vista perdida. Grita. Son ruidos, rugidos, palabras sin sentido a oídos de todos,  que articula una detrás de otra de manera nerviosa, como si de una retahíla de oratorio se tratase. La gente le mira al tiempo que se aparta de él y abre una brecha entre la muchedumbre cargada de bolsas llenas de ropa, comida y juguetes.

De repente se para y todos los que en ese momento le evitan, pero le rodean también se detienen, aunque lo que buscan es esquivarle y no chocar contra él, seguir su camino olvidando el espectáculo lo antes posible, “bastante tenemos con lo nuestro como para preocuparnos de este loco”. Gira a su derecha y va directo hacia un escaparate. Un maniquí con un traje de boda ha llamado su atención, o quizá no, tal vez tan solo es que su cerebro necesita descansar. Su mente no ordena lo que sus sentidos le transmiten, al menos no tal y como lo hacen las mentes del resto.

Decide entrar en la tienda mientras una dependiente que repara en él no le pierde ojo, “le queda precioso, su marido quedará prendido de usted”. Sonrisa forzada de la futura esposa, “ya lo está”, o debería. Se mueve inquieto entre los vestidos de novia. No los toca, los huele, se acerca a ellos con un gesto animal. Los clientes, tampoco demasiados, comienzan a inquietarse. Un señor con una chaqueta impecablemente puesta se le acera y hace ademán de cogerle del brazo con la intención de invitarle a salir de manera exquisitamente amable, como se espera de él, “acompáñeme por favor”, comienza a decirle cuando, apenas su mano ha cogido el brazo del otro,  éste se desembaraza inmediatamente del agarre del maniquí humano con un movimiento brusco y emitiendo un grito escalofriante. Le gruñe. El otro le suelta. Todos están mirándolos.

Resuelve rascarse la barriga levantándose el jersey bajo el que aparece una sucia y desordenada mata de pelo rizado. Una señora también de pelo rizado, y teñido,  se lleva las manos a la cara para escapar de tan horrible visión, pero en el último momento decide dejarlas en la boca y evitar que su grito de espanto se oiga demasiado. Sigue mirando.

Una arruga, una arruga marca el moreno e impasible rostro del dependiente enchaquetado mientras con gesto, algo menos amable, vuelve a invitarle a salir, esta vez sin tocarle, aunque demasiado cerca de él que retrocede, se aleja, quiere fijar una distancia entre ambos. No pierde a nadie de vista, no se fía de ellos. Seguramente no teme por su vida, pero recela de todos. Se siente una presa. Tal vez no sea consciente de estar vivo.

Sale a la calle y sus pupilas se contraen al recibir el caudal de luz exterior. Entra en contacto de nuevo con la claridad de la mañana y las gentes que pasean por la calle, “¿cómo puede tolerarse que se permita a semejante engendro pasear por la calle impunemente?, ¿cómo puede dejarse a gente así suelta?”, este es el pensamiento de quienes vuelven a rodearle, ignorándole, evitándole, pero sin dejar de mirarle, también es la frase que otro dependiente de la tienda que acaba de abandonar  le dice a una clienta mientras le coloca el sombrero, mirándola a través del espejo en que ambos se reflejan. Otro maniquí más.

Ahora él está llorando. Reconoció el olor, pero no pudo localizar su origen. Camina acelerado, no para de avanzar. Cada vez más rápido. Tropieza con mucha gente que le reprocha, le piden cuidado. Algún despistado incluso se disculpa creyéndose autor del encontronazo. Diferentes ritmos, diferentes vidas. Ha perdido su razón, su propia razón. No sabe qué hacer, no halla el camino. Se para. Se agacha. Coge una colilla del suelo. Se levanta y la tira en una papelera rota. Se sienta en medio de la calle. Dos amigas que charlan amistosamente se topan con él. No le han visto. Una grita cuando tropieza, mientras la otra le sujeta del brazo y emite una risa espasmódica al evitar que caiga, “¡vaya susto!”. Prosiguen su marcha sin mirar atrás. Alborotando.

Se pone de rodillas y nuevamente avanza arrastrándose lentamente. La gente ahora evita mirarle, sienten pena al tiempo que se avergüenzan de sí mismos al no acercarse. Un señor con boina le planta una moneda delante, “ni siquiera tiene un vaso donde echárselas”, piensa. La mano izquierda pasa por encima de ella y la percibe, la coge con la derecha. Se levanta. Retrocede y vuelve para echarla en la papelera. Se acerca a un cubo amarillo ante la atónita mirada del señor de la boina. Está destapado y se asoma a su interior. Huele mal. Eso es lo que le impide seguir su rastro. Se retira. Se quita el zapato del pie izquierdo y lo deja dentro del cubo. Sigue. Avanza de nuevo. Continúa su camino. Va semidescalzo y cojea ligeramente.

La planta del pie izquierdo se ensucia, aunque ya lo estaba. La gente ahora no deja de mirarle, “pobre loco”, piensan. Los dedos de sus manos están agarrotados, las uñas casi han desaparecido, las yemas de sus dedos apenas si dejarían rastro alguno que permitiera identificarle. Es un perdido, es un loco, es un animal, “¿para qué sirve?”. Comienza a arrastrar en un cansino movimiento renqueante la pierna izquierda. Ha pisado un cristal. No parece que sea la herida grave y tampoco sangra copiosamente. Un señor deja de hablar por teléfono al verle pasar dejando una huella roja, “oiga, está sangrando”. Pasa a su lado ignorándole, ni siquiera sabía que se dirigía a él. No le entiende. Le duele el pie. Se para. Observa, pero desconocemos si ve. Busca un sitio donde sentarse para mirar el corte.

El olor de la carne asada le recuerda que tiene hambre. Sí, es un animal. Se acerca al puesto ambulante y coge con la mano una salchicha de la plancha. Grita, es dolor. Se ha quemado. El dueño del puesto estaba distraído, “eh, oiga, son tres cuarenta; ¿qué hace?”. Ha seguido su camino mordiendo la salchicha. Sin pan. el propietario le persigue, corre hacia él. Le quita la salchicha de la mano y se vuelve a su puesto tras reprocharle, “es tres cuarenta, ¿no me oye?”, ha cambiado el “son” por “es”, mientras se recoloca el mantel con restos de grasa, la misma grasa que se relame de los dedos una vez ha recuperado su salchicha que a la tira a la papelera. El ambulante se acerca y la recoge. Sigue comiéndola.

Llega a la plaza. Se sienta en un banco y levanta la pierna hasta la altura de la cabeza para mirarse el pie. La sangre casi ha dejado de salir, ha coagulado. Se la lame. Un perro se acerca y gruñe, “ven aquí ahora mismo”. El perro se da la vuelta tras algunos ladridos y se dirige hacia su amo. El sol le calienta el rostro. Es agradable, pero está extenuado. Se echa y duerme. Nadie le molesta hasta que un policía le zarandea para indicarle que no puede dormir en la calle a plena luz del día, “muévase amigo, vamos largo de aquí, está molestando”. Se incorpora y, cojeando, se aleja. Se vuelve a tumbar tras unos setos, oculto, con miedo. Cansado.




Rubén Cabecera Soriano.

León a 17 de marzo de 2007.

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