El prestamista. (Parte ii)


El prestamista. Parte segunda y fin.


Amanecí temprano, fresco como no me había ocurrido en mucho tiempo desde que todo comenzó a torcerse. Me puse mi mejor pantalón y camisa, en realidad la única que me quedaba y me acerqué a primera hora a ver al prestamista.

Me indicaron el camino y me acompañaron como siempre hacían, nuevamente al pasillo oscuro, sin ventanas. En esta ocasión me hicieron pasar a otra habitación. No había nadie esperando. El señor que me acompañaba me invitó a sentarme y se marchó. Sólo había una silla. Una lámpara colgaba del techo. La luz era mortecina. Las paredes estaban pintadas de blanco al igual que el techo, pero se veían sucias, muy sucias, puede que amarilleasen a causa de la luz. Esperé un rato sentado. Después me levanté y me acerqué a una de las paredes. La toqué. Era suciedad lo que mis ojos habían detectado. No sé por qué, pero sonreí. Seguí de pie durante un buen rato hasta que decidí acercarme a la puerta. Agarré con firmeza la manilla aunque no la giré. La solté, pero me aferré a ella nuevamente y esta vez intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Tuve una profunda sensación de angustia, miré hacia atrás, en el centro de la habitación sólo estaba la silla. De repente la estancia me pareció minúscula, claustrofóbica. Pensé que lo mejor era sentarse de nuevo, si la intención era asustarme lo habían conseguido, pero tal vez no fuese buena idea dejarles ver mi inquietud. No debía golpear, ni llamar a la puerta para que me abriesen. Esperaría con paciencia aunque intranquilo. No sabría decir cuánto tiempo estuve esperando, sentado, impaciente. Una profunda desazón se apoderó de mí, pero al final, no sé si por el hambre o por el cansancio de la espera me adormecí.

Cuando la puerta se abrió, me desperté sobresaltado. Tardé menos de un instante en abrir los ojos, pero cuando quise ponerme en pie dos señores que se había acercado a mí, me impidieron levantarme sujetándome por los hombros. Sólo farfullé un pero qué es esto, apenas audible porque mi boca estaba muy reseca. Un tercer hombre que no había visto anteriormente se acercó lentamente hacia mí, no tenga miedo, me dijo; ya sabe lo que va a ocurrir. Supongo que en ese instante, y a pesar de la pobre luz, mis pupilas debieron dilatarse hasta casi salirse la órbita de los ojos. Intenté mantener la calma, pero mi cuerpo no respondió y comencé a sudar. Notaba como numerosas gotas chorreaban por mi sien, bajaban por mis pómulos y rozaban la comisura de mis labios para caer en mi regazo goteando desde la barbilla, podría haberlas contado una a una.

Remangadle la camisa, dijo el tercero mientras dejaba en el suelo el maletín que cargaba y lo abría. A esas alturas comprendí que era el único que estaba dispuesto a hablar, lo que no quería decir que fuese a conversar. ¿Qué hacen?, fue lo único que se me ocurrió decir. No se preocupe, sabemos que no nos puede pagar con dinero por ahora y tenemos que aplicarle un castigo; por desgracia esto no condonará su deuda, pero le servirá para recordarle que nadie nos toma el pelo. Parecía demasiado tranquilo, tanto como yo hubiese deseado estarlo. Ustedes no tienen derecho a tratarme así, ningún derecho, les exijo que me suelten inmediatamente. El tercer hombre me miró y sonrió. Sin mediar palabra sacó una jeringuilla y se acercó a mí. Estese quieto, no se le ocurra pincharme nada, no se acerque a mí,  mis gritos debieron aturdirles porque durante un instante noté cómo mis cuerdas vocales casi se quebraron. ¿Está usted seguro de que no quiere que le pinche?, haré lo que me diga, pero le aconsejo que acepte; tan sólo es una pequeña anestesia.

No entendía nada, mi cabeza daba vueltas, había venido a reclamar para mí lo que la banca había conseguido de mí, de todos mis conciudadanos, con fútiles argumentos y sin dar explicaciones más allá de la urgencia de solucionar la situación presente, siquiera ofreciendo una aclaración basada en una mala gestión, sólo porque sí; y sin que nadie nos hubiese preguntado se aceptó y asumió que había que darles todo lo que pedían, con la única acción, más simbólica que otra cosa, de  sustituir la cúpula directiva por una nueva, formada por, quién sabe, miembros de la misma calaña. Habían obligado a que el país, mi país, tuviese que ser intervenido para poder salvar el sistema bancario, su sistema bancario, al que me habían incorporado a la fuerza, pasando de ser cliente a banquero, pero sin derechos, ni sueldos, ni bonos, tan sólo más pobre aún. Me habían convertido en un banquero indigente, más arruinado aún de lo que lo estaba antes de serlo. La intervención suponía la inminente pérdida de autonomía y soberanía. Ya no sólo los políticos eran marionetas de los poderes fácticos, nosotros mismos, los ciudadanos, habíamos pasado a ser títeres sin capacidad de decisión. Era cuestión de tiempo que se impusiese un gobierno de tecnócratas. La situación se había vuelto insostenible, pero lo que a mí me preocupaba en ese momento era yo mismo, era mi circunstancia personal. Sentado, sujeto por los hombros con dos matones a los lados y un tercero encarándome con una jeringuilla en la mano, me sentía totalmente indefenso. Más tarde averigüé que no fui el único que se encontró en esa situación. Cientos de miles de personas fueron sometidos a la misma tortura con total y absoluta impunidad y con la connivencia de un gobierno que ya no era tal.

En cierto modo la resignación se apoderó de mí, ¿qué me van a hacer?, mi cerebro asumió que algo me iba a ocurrir, no tenía ninguna defensa, por favor, déjeme, haré todo lo que pueda para pagarle, se lo juro, quédese con el piso, pero déjeme por favor. El sudor había comenzado a mezclarse con lágrimas, mis lágrimas. Estaba llorando, apenas si recordaba cuando fue la última vez. El tercer hombre se acercaba cada vez más, sonreía, el piso ya es nuestro a pesar de que valga mucho menos de lo que a ti te dimos por él y, no se preocupe, nos pagará lo que nos debe, si no es usted, lo hará el gobierno por usted, o mejor dicho todos los ciudadanos, incluso yo; una parte de su deuda la pagaré yo mismo, considere esto como un castigo de la sociedad por su deshonestidad para con ella, ya ni siquiera para con nuestra entidad; es, como le dije antes, una manera de asegurarnos de que no olvidará lo que nos debe. Su rostro estaba a un palmo del mío. Pensé en escupirle, en morderle, en gritarle, pero sólo pude girar la cabeza y echarla hacia atrás. Me pinchó. Lo noté, no fue doloroso, pero la impresión me hizo vociferar de rabia e impotencia aunque al instante me tranquilicé, era como si sintiese una extraña paz interior. Veía perfectamente, oía, pero sentía un ligero hormigueo en las manos y en las piernas que no me permitía moverlas. Noté que me caía y en ese momento agradecí que me estuviesen sujetando. Quería hablar, pero mi boca no respondía a mis impulsos. La lengua se me había pegado al paladar. El tercer hombre se alejó para acercarse al maletín de donde sacó una sierra. Al principio no entendí qué sentido tenía, pero enseguida supe en qué consistía el castigo. Quise chillar nuevamente, pero sólo conseguí un tenue mugido. El tercer hombre se dirigió a mí, ¿qué prefieres que te cortemos?; ¿la mano derecha?, ¿la mano izquierda?, ¿el pie derecho?, ¿el pie izquierdo?; tienes suerte, tu deuda no es muy grande y sólo te vamos a cercenar un miembro, ahora bien, eres tú quien lo elegirá; sí, ya sé que estás pensando aparte del miedo al dolor, de esa terrible angustia que te estamos haciendo pasar, que cómo podrás después seguir trabajando para pagarnos lo que nos debes; ya te lo he dicho, de una u otra forma nos llegará ese dinero, tal vez no puedas pagarlo todo tú, pero lo obtendremos; no nos importa que sea otro quien nos lo pague, tan sólo queremos que no se te olvide; por cierto y antes de que se me pase, sabrás que tu derecho a la asistencia médica ha finalizado al no estar trabajando, nosotros te ofrecemos unos cuidados básicos en nuestro hospital, pero tendrás que asumir que tu deuda se amplía algo; en mi opinión deberías aceptarlo, aunque después de cortarte lo que hayas preferido procuraré cosértelo bien, siempre podría infectarse y gangrenarse; no queremos que mueras y como te digo los médicos no te atenderá si no puedes pagarlos; resulta un poco irónico, ¿no te parece?, te voy a hacer daño, mucho daño y sin embargo aprovecho para venderte algo de lo que no deberías prescindir, te lo aconsejo. Mi corazón estaba a punto de reventar,  quería salirse de mi pecho, notaba las pulsaciones aceleradas en mi sien, la cabeza me daba vueltas, no podía hablar, no podía gritar, no podía chillar, apenas si era capaz de moverme. El tercer hombre se acercó nuevamente y señaló con su sierra mi mano derecha. Creo que abrí mucho los ojos e incluso tengo la sensación de que movía la cabeza para decir que no, pero no estoy seguro. El tercer hombre sonreía. Noté cómo se mojaban mis pantalones. Él movió la sierra y apuntó hacia la mano izquierda. Lo mismo. Pasó a los pies y yo, igualmente, negaba, lloraba, cerraba y los ojos y los apretaba para decir algo parecido a un no. Así no es, ya te lo he explicado, debes elegir, en caso contrario me tocará a mí hacerlo por ti y quién sabe, puede que luego te arrepientas de no haber sido tú el que eligiese; volvamos a empezar. Entonces todo se apagó.

Imagino que me desmayé. Me desperté en mi cama, en mi habitación, no sabía cuánto tiempo había pasado. Tenía la sensación de que todo no había sido más que una pesadilla, pero estaba vestido y la ropa reseca y acartonada tenía claros indicios de haberse mojado, aún así quise seguir pensando que había sido un maldito sueño, me miré y estaba entero, sonreí. Giré la cabeza y al lado de la colchoneta, donde hacía algún tiempo hubo una mesilla, descansaba un periódico en el suelo, doblado con una noticia subrayada en color rojo. El titular decía: “Miles de millones rescatan a la banca de la quiebra” y más abajo, como un subtítulo, “los hipotecados tendrán que seguir haciendo frente a sus deudas”. El artículo estaba escrito bajo un seudónimo, “el tercer hombre”.




Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 8 de junio de 2012.

1 comentario: