El prestamista. (Parte i)


El prestamista. Parte primera.


Me dejaron pasar. No me hicieron esperar ni un segundo. Según me sentaba tuve la sensación de que lo sabían todo sobre mí. Y lo sabían. No me refiero a cuestiones de índole personal, me refiero a los asuntos que les interesaban, a las finanzas, a mis finanzas. No quiero con esto decir que no conociesen también mi vida privada, pero si era así, supongo que les pareció decepcionante e intuyo que no consiguieron nada que les fuese de utilidad.

El edificio no era ostentoso ni yo tuve sensación de opulencia al entrar o cuando me recibieron, tal y como otros me habían advertido, pero lo cierto es que no faltaba un solo detalle y que todo daba una curiosa sensación de contenida riqueza que me llamó poderosamente la atención. Seguí a un tipo muy amable y bien vestido por un pasillo muy largo, las habitaciones estaban acristaladas, al menos hasta donde alcanzaba mi vista, el interior se veía limpio, la gente trabajaba ensimismada sin levantar la cabeza de sus mesas. El despacho al que me llevaron estaba decorado en colores rojo y blanco, había tapices y láminas en las paredes, no cuadros, pero en cambio representaban con buena calidad iconografías bien conocidas por mí, famosas en general. En aquel momento no supe reconocerlo, pero más tarde descubrí que les pertenecían, aunque estaban custodiados en algún lugar secreto o tal vez en el comedor de la mansión de alguno de los socios. El escritorio era inmenso, pero estaba casi vacío, una pantalla de ordenador apagada reposaba tranquilamente y una fotografía enmarcada me daba la espalda. Un señor con una sonrisa sardónica me saludó poniéndose en pie a mi entrada y me tendió una mano delicada, blanquecina. Me fijé en su corbata porque hacía juego con la decoración. El apretón me decepcionó. En realidad eso es casi lo único que recuerdo además del momento en que firmé un documento amplio, extenso, farragoso en su lectura, casi inescrutable e ininteligible, en el que parecía más o menos claro que el prestamista me ofrecía la cantidad de dinero que le había solicitado a un tipo de interés irrisorio, según él mismo me indicó. Decir que me engañó sería injusto, sería una falta a la verdad. Recuerdo perfectamente cómo me leyó íntegramente el texto, a velocidad normal y sin bajar la voz en la letra pequeña. Tal vez no fui consciente de lo que suponía, tal vez me dejé llevar por la euforia general, la riqueza me asomaba por las orejas, bueno, en realidad no a mí, tal vez sólo a otros que se jactaban de las bondades y de la fortaleza de nuestra economía y a los que, en cierto modo había ensalzado y encumbrado como imagen venerable, como referencia del éxito a alcanzar. No era así. Evidentemente no era así.

Salí contento, sonreía, decidí tomarme una cerveza antes de entregar el papel en la notaría donde me esperaba ya el dueño de la inmobiliaria para entregarme las llaves de mi flamante nueva casa, sólo quedaban por hacer algunas gestiones, pocas. El prestamista también estaría allí.

La curiosidad me pudo y decidí consultar mi cuenta corriente. Seguía igual, aún.

Más tarde, tras la firma o tal vez al día siguiente, volví a comprobar mi cuenta corriente. Ahora tenía un apartado adicional con un número muy grande en negativo, me sorprendió, siempre pensé que sería un número a mi favor del que se iría descontando cada cuota, pero resultó ser lo contrario. Fue un desengaño, el primero. En realidad lo que esto quería decir sencillamente es que yo no había llegado a disponer de manera real de ese dinero ni por un instante, es probable que ese dinero no haya llegado a existir realmente más que en forma de deuda,  no es que me importe, menos ahora, pero, tal vez, si hubiese visto esa cantidad de billetes en mis manos…, no sé, podría haber tomado otra decisión, incluso puede que lo hubiese devuelto. En definitiva, no recibí prestado dinero, sino que contraje una deuda, a cambio, eso sí, de un hogar, o tal vez no.

El caso es que a los pocos meses mi empresa cerró por causa de la crisis. El consumo se estancó y no podía mantener a todo el personal, en una primera decisión prefirieron prescindir de los recién llegados, yo llevaba sólo 18 meses trabajando y a pesar de que ya me habían hecho fijo, me despidieron casi por nada. Es la legislación vigente, me dijeron. Los dos primeros meses fueron horribles, no conseguí nada y busqué, vaya que si busqué. No quiero aburrir con mi currículo, pero es bueno, muy bueno, estoy seguro de haberle costado a mi país una gran suma de dinero, una inversión perdida, pensé entonces, otra más, ésta, más bien, desaprovechada. El caso es que viendo la situación pensé que lo mejor era acercarme a ver nuevamente al prestamista para ver si podía negociar un cambio en las condiciones; aunque tenía algún dinero ahorrado, la situación no se presentaba especialmente halagüeña y no quería encontrarme con ninguna sorpresa. Me recibió como el primer día, pero al contarle mi situación, percibí un leve gesto en la comisura de sus labios. Tal vez fue imaginación mía, pero me dio la sensación de que su rictus cambió. Tras una breve discusión conseguí modificar las condiciones atrasando el número de años, demasiados a mi entender, pero era la única solución que se me ocurría.

El alivio en la cuota resultó ser pan para hoy y hambre para mañana, casi literalmente. Un tiempo después cuando ya el subsidio finalizó y mis ahorros se hubieron volatilizados, fallé, tuve mi primera mensualidad impagada. Fue doloroso y frustrante, créanme, lo pasé mal y luché contra fuego y mar para poder pagarla, pero todo resultó imposible. El día después del vencimiento recibí una llamada del prestamista para preguntarme qué había ocurrido. Lo siento, le dije, he hecho todo lo que estaba en mi mano, pero he sido incapaz de pagar. Me invitó amablemente a visitarle al día siguiente a las oficinas y allí me presenté, compungido y expectante. Me acompañaron por el mismo pasillo, y cuando hice ademán de pararme para entrar en el despacho donde mi habitual interlocutor se encontraba, me apremiaron para que siguiese caminando hacia el final del pasillo. Llegamos a una zona peor iluminada después de traspasar una puerta a la que no daba ninguna ventana. Recorrimos el pasillo durante unos metros y entramos en la primera puerta que vimos. La primera, algún tiempo después conocería otras.

Me invitaron a sentarme, la silla no era tan cómoda como recordaba las del otro despacho, que tampoco era ni mucho menos igual de espacioso y luminoso. El señor no se puso en pie para recibirme y ni tan siquiera me tendió la mano. Siéntese por favor, fue lo único que me dijo. Obedecí. Sabrá usted que la situación para nosotros es muy delicada, el índice de morosidad está por las nubes y confiábamos en que usted no fallaría, así comenzó. Se acercó a mí y me dio unas palmaditas en la espalda, dándome ánimos, pero al momento la palmada pasó a mi mejilla. No fue una bofetada, está claro, pero fue un gesto muy desagradable que me incomodó mucho. ¿Sabe que los intereses por impago son mucho mayores que lo que usted paga, o debo decir, pagaba, por el dinero prestado? Sí, lo sé. Y va a ser usted capaz de afrontarlo. Lo voy a intentar con todas mis fuerzas, se lo prometo. Bien, así lo esperamos, tiene usted una semana de margen para pagar lo que nos adeuda, puede marcharse. Esa fue nuestra conversación, nada más. Salí siguiendo las indicaciones del señor que me había acompañado, que se había quedado dentro de la habitación, de pie, en una esquina, silencioso, observando. La puerta de salida, nueva para mí, daba a un callejón trasero de la manzana donde estaba la sede del prestamista.

La semana pasó y no conseguí el dinero, como ya debería haber previsto. Nuevamente recibí una llamada para ir al día siguiente a ver al prestamista. Le dije que iría sin falta, intenté disculpar mi incumplimiento, pero el telefonista ya había colgado. Esa tarde pedí dinero a todos mis amigos, pero muchos estaban como yo y mi familia tampoco pudo prestarme nada. Se trataba de un intento desesperado por intentar resolver la desagradable situación al día siguiente. Por la noche escuché la radio, la televisión hacía ya algún tiempo que la había vendido, como gran parte de los muebles que compré con el préstamo, con la idea de despejarme y tranquilizarme un poco. Sólo escuché acerca de recortes en sanidad, en educación, pérdida de derechos laborales y un rescate a un importante prestamista, precisamente el mismo con el que tenía contraída la deuda, que en cierto modo nos convertía a todos en lo mismo que ellos, parte necesaria de un sistema que comenzaba a desagradarme; la nacionalización me convertía en cómplice obligado e indeseado. Parecía que esa intervención estatal nos iba a costar tantos miles de millones de euros que apenas si alcanzaba a hacerme idea de lo que suponía y ese dinero lo tendríamos que poner entre todos. Me parecía ridículo, mi primer pensamiento fue, ¿ya podían hacer eso conmigo?, después consideré que tal vez yo había hecho, al igual que ellos, pésimamente las gestiones, pero claramente entendí que lo que hubiese o no hecho yo había sido con mi dinero y no con el de los demás. Ellos son culpables, yo, tal vez, negligente. El caso es que la noticia me insufló cierto valor y mi planteamiento para la reunión del día siguiente cambió.



Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 31 de mayo de 2012.

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