Señor presidente, señor
presidente. El presidente entraba como una
exhalación en el despacho, sólo deseaba poder soltar la cartera, quitarse la
chaqueta y meterse, dígame. Estas son las
llamadas del día de hoy. Todas estaban anotadas en letra de imprenta en una
pequeña libreta de tapas color amarillo con una “P” en la portada. Todas
excepto una, la llevaba en la mano, doblada, casi arrugada, intuyendo antes de
que la viese que esa nota sería atendida, aunque no por ello deseada. El
presidente fue viéndolas una por una, con parsimonia, meticulosamente, como solía
hacer; sonriendo con algunas, mostrando cara de circunstancias en otras, pero
nunca realizando ningún comentario ni preguntando nada. Llevaba trabajando con
él algunos años, se conocían. Cada hoja contenía el nombre de quien había
realizado la llamada, con la hora exacta en que se había producido y un breve
resumen del contenido de la conversación, todas estaban numeradas y ella, la
secretaria, tenía otra libreta también de tapas amarillas, pero en esta era un
“S” lo que aparecía en la portada. Entre las páginas de una y otra libreta sólo
había una diferencia y era que en la de la secretaria aparecían los
números de teléfono de quienes habían
llamado. Hoy habían sido cinco, incluida la nota que llevaba aparte. En
realidad la oficina recibía muchas más, pero la mayor parte eran resueltas por
alguno de los miembros del gabinete, gente de la confianza del presidente, políticos
en su mayoría, pero sin carrera lo suficientemente avanzada como para ostentar
un cargo de responsabilidad directa.
Creo que todas pueden
esperar, pero ¿considera usted que es muy tarde para devolver esta llamada? El presidente siempre la trataba de usted, desde el primer día. Tal vez antes de hacerla señor presidente
debería ver esta otra nota. El rostro del presidente ensombreció al leerla
tal y como venía ocurriendo sistemáticamente en las últimas semanas cada vez
que recibía una llamada de ese número. ¿A
qué hora …? No terminó la frase. Les
he dicho que regresaría usted antes de medianoche y dijeron que llamarían en
torno a la una, debe faltar poco. Gracias, ¿le importa esperar a que llamen?
Sabe usted que no. Gracias de nuevo, se lo agradezco de verdad. El teléfono
sonó con exquisita puntualidad a la hora prevista y fue contestado con la misma
profesionalidad que cualquier otra llamada a pesar de que la secretaria sabía
quién estaba al otro lado. Una voz grave, con marcado acento extranjero,
preguntó por el presidente. Ya ha
llegado, ahora mismo le paso. Retuvo la línea hasta que le comunicó la
llamada al presidente, a su presidente. Dígame.
Buenas noches, fue el saludo que recibió, espero que hayas tenido un buen día.
La convocatoria de la rueda de prensa cogió desprevenidos a todos los
medios de comunicación, aún así en la sala no cabía un alfiler. No había sido
un buen día para el presidente y apenas eran las doce de la mañana, su vocación
política era sincera, o al menos eso había procurado hacerse cree, pero había
comprobado que en política sólo estaba consiguiendo enemigos de verdad y amigos
de mentira; a pesar de ello contemplaba su futuro con la tranquilidad de quien
se sabe protegido si procedía como le indicaban y no pensaba arriesgar lo más
mínimo, por más que la conciencia le recordase constantemente las injusticias
que cometía; no había remordimientos y todos eran cómplices.
Tuvo que reunir a su consejo de ministros a primera hora de la mañana.
El sol no asomaba aún y todos estaban sentados con sus impolutos trajes y el
rictus impasible, como estatuas de cera, con los oídos taponados con el mismo
material, no tenían nada que oír, sabían el discurso de memoria. Se sentía un
matarife de los mercados para con los ciudadanos, sus ciudadanos, él era el
instrumento que necesitaba quien le había llamado para conseguir colmar su
feroz y enfermiza voracidad de dinero y de poder, y de quien sabía
perfectamente habría ido poniendo al día a cada uno de los miembros de su
gabinete por si en algún momento a él
pudiera pasársele por la cabeza cambiar de parecer, tener la certeza de que su
relevo estaba asegurado. Probablemente no era la misma persona la que llamaba a
todos, en su interior así lo deseaba, le daba cierto prestigio esa
consideración, aunque él mismo sabía que sólo era una marioneta, pero el
mensaje, también lo sabía, sería idéntico. Sobre la mesa ya estaban las copias
del orden del día, ni él ni sus más íntimos colaboradores lo habían visto, pero
intuían, mejor dicho, conocían el contenido. Todo lo que habían hecho era
insuficiente, sería necesario recortar más, había que llevar a la ciudadanía al
extremo, casi a la asfixia, sin llegar a la muerte, pero también era necesario
tomar medidas para mantener vivo el miedo y evitar la sedición.
La noche anterior consiguió introducir un pero en la conversación, que en realidad fue un monólogo, era el
pero de la vergüenza y de la desesperación, el pero de la falta de credibilidad que sabía estaba incrustada en los
corazones de la gente. Recibió un silencio por respuesta, eterno, demasiado
largo para pensar que al otro lado del teléfono alguien buscaba qué decir. Fue
un silencio perturbador tras el cual su interlocutor sencillamente se limitó a
proseguir con el listado de demandas y un sutil, procure no interrumpirme de nuevo.
Los periodistas no daban crédito a lo que acababan de escribir. Un
asesor del presidente tomó la palabra para cerrar la comparecencia. Las cámaras
fotográficas no paraba de disparar. El presidente, escondido tras sus gafas,
miraba al vacío esperando que los reporteros hiciesen su trabajo. En su cabeza
rondaba un pensamiento, ¿será la última?
Las manos alzadas y los gritos de los cronistas pidiendo aclaraciones al
presidente resultaban estruendosos. El presidente se acercó al micrófono: No hay preguntas.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida a 13 de abril de 2012.
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