Del amor y sus hechos consumados.


Te quiero. Sólo este principio otorgará la absoluta y total comprensión de este ensayo que convertiré con tu permiso en carta dentro de unos párrafos y en la que tú, como destinataria única, deberás perdonarme la dejadez de olvidarte por minúsculos y exiguos cursos de tiempo, durante los cuales permanecerás latente en mi mente y por ende en mí, pero ausente en este escrito. Dejarás de existir como fondo único de unas sencillas líneas para verte sumida en el común denominador de la persona universal, existencial como nuestra propia vida.

Del amor sólo maravillas se hablan, mientras que los desamores arrancan los mayores odios y desparrame de infundadas calumnias sobre aquellos que tan sólo unos instantes antes, que pueden ser vidas enteras, se procesaban la mayor de las veneraciones y se dedicaban los más bellos halagos. Cuán equivocados estamos al pretender culpar a una emoción que nosotros, por simple y tácito convenio, establecimos cuando nuestro racional ser pretendió conceptuar la más absurda de las geometrías humanas que los sentimientos engloba. No pretendamos cargar ni agradecer al amor nada de lo vivido en esta pasión, en este sentimiento porque no es sino un engaño; es nuestra infinita vanidad la que nos ciega y nos impide reconocernos como responsables. Lastimera voluntad la de aquel que no consigue amar por miedo a fracasar, o por miedo al rechazo, o por simple desaire en la negación de su propio ser, de su propia existencia, ya que jamás se escrutará ninguna humanidad en él. No es éste aforismo pretencioso, es reflejo de la experiencia vivida y quiera dios que compartida.

El amor no puede ser una rutina individual, aunque cada uno de los amantes solo la viva, pues de dicho sentimiento participan los implicados y es precisamente este vínculo el que complica y por ende enriquece la propia realidad de la vivencia.


En el amor se arriesga, pero nunca se pierde nada, siempre queda la enseñanza, lo aprehendido durante lo vivido, durante lo amado. No creo en el amor eterno, pero sí reconozco la eternidad del amor presente, pues durante cada instante amado se vive y el tiempo pierde su carácter lineal para pasar a ser un mero espectador de su única realidad, el ya, el momento que se ve continuamente superado por el recuerdo del anterior y el devenir del futuro ya, del futuro momento.

Añadirle adjetivos al amor supondría contaminarlo y peor aún, calificarlo. No son acertados por no poder en manera alguna describir cualitativamente la vivencia personal y compartida que supone. No son acertados porque no existe una idea estereotipada del amor por más que nos empeñemos en crearla y el lenguaje engaña a quienes lo leen y a quienes lo escriben. Cada amor es diferente porque cada uno de nosotros es diferente, es individuo, es indivisible, por eso sólo me atrevo a acercarle otra palabra, que determina más que califica; es libre. No conoce el amor razas ni sexos, ni momentos, ni situaciones, sólo encuentra personas y sólo son nuestros prejuicios, reflejos sociales de nuestra educación, de nuestra familia, de nuestra sociedad, con los que, sin preguntarnos nada, sin cuestionarnos siquiera, hemos dado por válidos una serie de preceptos que nos impiden nuestro individual y colectivo desarrollo como personas y en los que su particular e individual interpretación, pues no se trata de dogmas universales, pueden desarrollar patologías, que la propia sociedad se encarga de aislar, acusar e intenta erradicar, en lugar de superar para su comprensión y entendimiento. Es más fácil culpar que reconocer. Cualquier experiencia vivida en amor nos hará crecer como personas, nos ayudará a comprender o mejor aún a comprehender, nos hará más sabios y duchos en la vida, nos hará más sensibles que no debvería ser sino el fin último en nuestro existir.



La oscuridad de la habitación otorga intimidad y el contacto de los cuerpos enciende el ambiente. La respiración se entrecorta y las manos de infinita longitud se extienden a lo largo de la interminable superficie de los, nuestros cuerpos. No existen partes en nuestro todo, no se diferencian feudos, lo tuyo es lo mío y lo mío es lo tuyo. Cada volumen, cada planicie, cada recodo, cada intimidad se consuma en el otro. Una y otra vez se unen los labios para hablarse en su idioma, para compartir su calor, su rocío, su sensualidad, para decirse sin voz, y repetirse, te quiero, y, te quiero, sin conseguir saciar la sed del otro. No sólo amor dicen las palabras, ruegan placer, piden unión, rezan contacto, gritan calor y besan, sobre todo besan. Un sencillo roce de humedad y los sentidos afloran, los nervios erizan la piel, el calor tiraniza y el vientre contrae con todo su ser el sexo, para que una suave película de sudor impida la total ebullición de los cuerpos. Mis manos reconocen el tuyo que se deja someter a las continuas caricias que quieren descubrir tu ser, el táctil conocimiento de tu yo desconoce la dirección del movimiento de mis dedos que simplemente buscan la más bella sucesión de sensaciones en ti. Tu fruición intensifica mi ansiedad, pero es la necesidad que mis manos sienten de memorizarte la que se apropia de mi voluntad. Mis dedos te buscan y te encuentran y eres tú en realidad, sin saberlo, su única guía. No son mis ojos los que te ven, son mis manos las que te sienten. La redondez de tu pecho, la tersura de tu cadera, la suavidad de tu vientre, la calidez de tu sexo. Incansables mis manos hallan y descubren cada recóndito centímetro de tu piel. No hay apenas contacto, mis manos se desplazan palpándote y las menguas convulsivas de tu cuerpo me acercan más a ti para abrazarte, para tranquilizarte, para tenerte más cerca aún y sentirme dentro de ti. Me deslizo sobre tu cuerpo que avivado por mi humedad responde abarcándome con todos sus cabos. Ya no son las manos las que acarician, ahora es todo mi cuerpo el que te ama, el que te quiere, el que te desea. Sobre ti, beso tus mejillas y analizo la agudeza de tus pómulos, beso tu frente y tu nariz y mis labios acarician los tuyos para nuevamente encontrarse nuestras lenguas compartiendo su cálida humedad. Nuestros rostros se confunden en la negrura de la noche, nuestros cuellos se enzarzan en una espiral sin fin, nuestros miembros, torpes, se tropiezan y malogran abrazarse nuestros cuerpos que incansables, tan sólo piden algo de aire para sofocar el extremo ardor que los envuelve. Anudas tus piernas a mi cintura e intentas impedir que fluyan mis labios hacia tu vientre, pero mi fuerza y tu avidez te vencen y me deslizo suavemente sobre tu pecho. Mi boca parcamente roza tu seno y mis labios tropiezan con tu excitación a cada instante dejando mi lengua lívidos rastros de humedad sobre tu busto. Mis manos sedientas de ti y celosas por la pérdida de exclusividad acompañan acariciando tenuemente los lindes de tus senos y se desplazan sobre tus costillas acercándose sutilmente a tu vientre para, en su particular lucha por el descuello, sólo una conseguir el privilegio de descansar sobre él. Pero esta vez son mis labios los que aherrojan y desplazan las manos a tus costados. Tus piernas ceden al empuje de mis hombros y se abren indefensas, descubriendo tu sexo ante mí. Mis caricias intensifican tu arresto y una leve lluvia aflora en ti. El aviento de mi respiración sobre tu vientre entrecorta la tuya y te arrebata frágiles espasmos que tus manos desahogan sobre mi cabeza acariciando mi pelo. La confusión de tu mente estimulada por mis caricias en tu cuerpo, te pierde, te pierde, te pierde en un argayo de fricciones a las que responden tus manos acercándome a ti más y más, más y más para nuevamente encontrarnos, esta vez en la más absoluta intimidad, compartiendo el mayor de los secretos en nuestras propias entrañas, en el espacio interior de tu ser. El encuentro confunde nuestros sentidos y un leve dolor placentero nos invade y nos impacienta, pero nuestra propia ansiedad nos imbuye a permanecer unidos. Son suaves contracciones las que nos acercan y alejan de forma apenas perceptible y el resuello del instante afloja nuestros cuerpos en un temblor infinito que descontrola el más firme de los seres y un río de lava ardiente nos embebe obligándonos a descender al abismo del goce en el que sobrenadamos conscientes de nuestro retorno al tiempo presente, que es para desgracia nuestra, lineal, pero quedamos inermes ante el lurte de sensaciones y sentimientos entremezclados.



Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 1 de marzo de 2012.