Muerte y desolación.


- No es posible. Es él.- Los periódicos llevaban bastante tiempo anunciando las nuevas medidas que el presidente añadiría a su paquete inicial de recortes. El número de familias destrozadas, hundidas, desoladas crecía descomunalmente. Nadie tenía respuestas, nadie ofrecía soluciones, todos miraban hacia otro lado. La prensa lo había confirmado incluso antes de que la nueva ley fuese entregada para su aprobación. No fue una filtración, que poco sentido habría tenido dadas las últimas manifestaciones realizadas por los miembros del gobierno, pero muchos políticos del ejecutivo salieron anunciando su malestar ante la revelación; fue una simple deducción. Las consecuencias inmediatas apenas fueron esbozadas por los pensadores o los analistas. Ni tan siquiera los propios políticos intuyeron la trascendencia de la nueva ley, aunque finalmente fue sencillo resumirla: hambre. Primero pobreza, después hambre. Fue el resultado natural de los acontecimientos, el lógico corolario de las decisiones. Desgraciadamente no fue lo único que la “ley del pobre”, como comenzó a conocérsela inmediatamente después de su publicación, trajo a los ciudadanos.

Los ojos parecían salírsele de sus cuencas. No lo creía, era él, era el presidente. Caminando, solo, a oscuras, por su calle, por su barrio, cerca de donde tuvo su casa, su familia. Ambas habían desaparecido de sus manos como por arte de magia. Primero el despido, después la ejecución de la hipoteca, luego el fin de las prestaciones de desempleo, posteriormente la separación de su mujer y sus hijos, la indigencia y el hambre llegaron sin avisar, se presentaron sin más. Se convirtieron en inseparables compañeros. Intentó por todos los medios encontrar soluciones, casi no perdió tiempo buscando culpables, sólo el puntual desahogo que cualquier persona merece y que escupió en bares y en casas de amigos contra los políticos ausentes. Siempre ausentes. Decidió aferrarse a cualquier cosa que le proporcionase algo de dinero para subsistir. Al principio, fiel a sus ideales, rechazó trabajos negros, más tarde ya no consiguió encontrarlos. Se sumó a las numerosas manifestaciones de protesta que surgieron por todo  el territorio, era algo parecido a un activista, él, a su edad. Pero cuando la situación familiar fue insostenible, cuando su mujer le dijo llorando que ya no podía más. Entonces, sólo entonces, se quebró. Su resistencia había sido admirable, sus esfuerzos dignos de un joven luchador, pero nada de eso lo salvó cuando mujer e hijos fueron intercambiados por pobreza y hambre.

Ahora estaba ahí, parado, de pie frente a un escaparate, mirándolo desinteresadamente, esperándole a él. Ya no dudaba, era el jefe del gobierno, qué podía hacer, acercarse, acusarle, escupirle. Sentía odio contra él, la envidia le hacía rechinar los dientes. ¿Pero era él el culpable?, ¿no era tan sólo una marioneta en manos de otros?, otros que nunca caminarían por esa calle. Estaba sentado, resguardado en un soportal y desde ahí lo contemplaba entre las sombras sin ser visto, más pendiente al principio de superar otra noche fría que de ver quién pasaba, pero la figura le resultó familiar. En la pobreza se huye de los ojos de la gente. El mendigo rehúsa cualquier encuentro de miradas apenadas de los transeúntes, soslayadas la mayor parte. Los pobres no miran al frente, sus miradas no son fijas, se pierden entre la neblina de la vergüenza, de su propia vergüenza. Y, sin embargo, ahí lo tenía, ante sus narices, sus manos tantearon bajo las hojas de periódicos desparramadas en el umbral, hasta que localizaron el palo. No hace mucho tiempo llevaba un cuchillo, muchas veces en la noche había tenido que usarlo, sólo como elemento disuasorio, nunca su filo cortó carne, ni hizo sangrar, pero cada vez estaba más resuelto a emplearlo, sobre todo, tras las numerosas palizas que había recibido de manos de otros, ¿más pobres?, ¿más desesperados? Al fin, en una de esas peleas lo había perdido, se lo habían robado. Lo sustituyó por un palo, un antiguo tablón de alguna casa abandonada, poco importaba, pero así se defendía; ahora quería atacar, golpear sin recibir como hasta entonces. Su razón, nublada por el rencor, no le ofrecía otro pensamiento.

Se levantó pausadamente, sin prisa, como dejando tiempo al presidente en su subconsciente para que se marchase sin que pudiese llegar hasta él. Sabía en lo más profundo de su interior que matarle no serviría de nada. Cuánto mejor no era secuestrarle, amenazarle, conseguir notoriedad,  buscar el apoyo de todos para conseguir la reacción, la revolución. Muchas veces había reflexionado sobre ese asunto. La situación no tenía salida, no existía camino que recorrer que ofreciese un fin a esa realidad que él y muchos como él estaban viviendo y a la que otros se tendrían que enfrentar en breve. Numerosos gobiernos habían pasado ya y nadie cumplió sus promesas. Se repetía una y otra vez que nada acabaría mientras que no se tomasen medidas radicales y la historia le había enseñado que eso significaba sangre. Nunca fue una persona violenta, pero se sentía tan dolido con todos, se sentía tan defraudado, engañado y abandonado que en sus pesadillas se imaginaba a sí mismo con las manos manchadas. Luego llegó el hambre y eso lo cambió todo, el poco raciocinio que le quedaba lo centró en la supervivencia, buscaba restos de comida entre la basura, por el suelo, bebía de las fuentes, del agua de los canalones. Nada le importaba excepto él mismo. No olvidó a su mujer, ni a sus hijos, los quería, pero los desplazó, no le servían. Ya no leía los periódicos que encontraba por las calles, todo eran vagos recuerdos. Sufrimiento, dolor, hambre. No había otra cosa. Era un animal desolado, herido de muerte. Si hubiese permanecido con su familia, tal vez… pero eso no era real, no pertenecía ya a su mundo.

Se acercaba cada vez más, el presidente notó su presencia y se giró hacia él, le miró a los ojos, - lo siento, no tengo nada-, llevaba el palo estaba escondido tras él. Le hizo gracia la frase, - no quiero nada de ti-, le respondió mientras alzaba firmemente la mano para golpearle impulsándola desde bien atrás con su huesudo y apenas musculado brazo. Notaba el esfuerzo desde sus costillas que se descubrieron a la noche al salírsele la roída camiseta del pantalón que llevaba atado a la cintura con un cordel. Los ojos de presidente se abrieron asustados, por un momento la comprensión sustituyó al miedo, entendió lo que ocurría cuando ya todo estaba concluido. Ambos entendieron, ambos comprendieron. – Ya no soy …-, ahogó con un gritó el uno. No llegó a completar la frase, oculta bajo el terrible crujido de los huesos de su cabeza al romperse por el impacto del madero. – Lo sé-, murmuró el otro. Cayó y el mendigo volvió a su portal.




Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 17 de febrero de 2012.

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