viernes, 23 de diciembre de 2011
Quiero esas.
Está sentado en su sillón,
apoltronado al calor del brasero, calcetines de lana sobre sus pies descansando
en la alfombra, pasando de canal en canal, procurando que el tiempo le vaya
venciendo hasta que la pesadez de los párpados le haya sometido al confortable
sueño de la tarde. Una revista sobre sobre su regazo, abierta azarosamente,
muestra la imagen de un niño recostado. Se le cae de la mano el mando de la
televisión y la revista se resbala por la falda de la camilla. Comienza a
roncar.
El niño contempla con los ojos
entrecerrados el río, es más bien un lodazal, apenas si corre agua. En torno a
los pequeños charcos revolotean grajos procurándose las últimas gotas con que
saciar su sed, la que mata al niño. Sus piernas son palitos recubiertos de
pellejo, sin fuerza para sostenerle, los brazos, caídos en torno a su cuerpecito,
quieren empujar contra el suelo en un esfuerzo sobrehumano para escasamente
conseguir incorporarse. Es un esqueleto vivo, por poco tiempo. Ni los
carroñeros sacarán un bocado de él cuando yazca abandonado. Las costillas
parecen querer sujetar su vientre hinchado impidiendo que estalle. A su lado,
junto a los pies descalzos, unas zapatillas sin cordones, recubiertas de polvo
rojizo. Las suelas están destrozadas. De su boca sale un inapreciable gruñido.
No tiene fuerzas para más. Su rostro no refleja sentimientos: no hay ira, no
hay dolor, no hay sufrimiento, no hay alegría, ni pena, sólo hambre.
- Quiero esas.
- Menos mal que por fin te has decidido. Ahora tenemos que ir a
comprarle el regalo a tu padre. Así que vamos, rápido, quítate las zapatillas y
que nos las cobren en la caja. Venga, que no nos da tiempo.
- Son bonitas, ¿verdad?
- Sí, muy bonitas, y caras.
El niño mira a la madre de reojo
mientras se va poniendo sus zapatillas, están limpias, relucientes, nuevas,
pero no tanto como las que acaba de comprar. La madre saca del bolso un gran
monedero repleto de tarjetas de fidelización, de crédito, de débito, de
promociones, un sinfín de ellas perfectamente ordenadas en los numerosos
compartimentos. Coge una, de plástico como todas las demás. La presenta junto a
su documento de identidad al dependiente.
– Cóbreme, por favor.
- Sí, ¿cómo no?, ¿desea algo más?
- No, gracias, por ahora no.
- ¿Necesita otra bolsa? – Las manos de la madre muestran una
profunda marca en la piel del peso de todas las compras que lleva hechas.
- Sí por favor, démela.
El ambiente está muy cargado,
apenas si se puede respirar. El hedor es insoportable. Sus manos están llenas
de marcas, de cicatrices, algunas más recientes que otras. Una herida de ayer
aún sangra a través del vendaje. Está infectada. Se mueve con soltura y es
rápido, cortar y raspar, siguiendo el patrón, sólo cortar y raspar, pero la
cuchilla que usa ya no está afilada y le cuesta mucho cortar y raspar; hasta
final de mes no se la cambiarán, además ya es mayor, está cansado, pero morirá
cortando y raspando, lo sabe. Todavía recuerda cuando, hace ya casi siglos,
compraba en el mercado las pieles y las aporreaba hasta que desaparecía todo
resto de carne y grasa. Después las sumergía en su propia orina y luego las embadurnaba
con las heces que recogía por las calles para ablandarlas antes de lavarlas,
tintarlas y cortarlas. Tampoco olvida cuando llegaron unos empresarios y
pusieron una fábrica de curtido de pieles para hacer zapatillas de deporte. Envuelta
con el papel de regalo del progreso y desarrollo, pero escondida tras la corrupción
y explotación. Acabaron con el negocio que heredó de sus padres. Al principio
se resistió, pero finalmente el hambre le venció y al menos, gracias a su
experiencia, consiguió colocarse en patronaje. Recibía lo mismo que en cualquier
otro puesto, nada, sólo la comida, pero se libraba de los tratamientos
químicos. Más de un compañero se había abrasado las manos con esos líquidos y
sus caras y brazos estaban llenos de quemaduras y costras por las salpicaduras.
No les permitían hablar y si alguno paraba, siquiera un instante, enseguida el
capataz estaba sobre él, palo en mano, para que, tras la correspondiente amenaza,
prosiguiese.
- Hola cariño, ya hemos llegado. – El estruendo de la puerta al
cerrarse le despertó. Un bostezo le devolvió del sueño.
- Hola papá, mira, me he comprado unas zapatillas.
- ¿Tú solito?
- Bueno, ha sido mamá.
-Estaban de rebaja cariño. Son muy monas.
- Pero ¿no le compramos otras la semana pasada?
- Sí, pero eran para el baloncesto.
- ¿Y éstas?
- Son de fútbol.
-Ah, vale.
La mujer había dejado el resto de
bolsas en el recibidor de la entrada, sólo llevaba las zapatillas del niño. Todo
lo demás eran regalos, sorpresas envueltas en papel metalizado con lazos de
colores y tarjetas de felicitación. Algunos eran para su marido, no quería que
los viera.
- ¿Qué hace eso en el suelo?- La mujer recogió la revista todavía
abierta con la foto del niño moribundo.
- Es un reportaje muy duro sobre el hambre. Millones de personas
mueren.
- Vaya.
Rubén Cabecera Soriano.
Mérida a 23 de diciembre de 2011.
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