Soy el último arquitecto. Cuando muera, hecho
para el que no falta demasiado, debo decir en mi desgracia, ya no quedarán más
arquitectos en el mundo. La profesión habrá desaparecido. Ahora podría ponerme
melodramático y practicar algo de ese histrionismo del que tan buen oficio
hicimos durante algún tiempo y decir, cargado de conminación, que esa
desaparición es para siempre, que la humanidad perderá algo de incalculable
valor, algo con lo que la historia se ha construido —si me permiten la puntilla
vanidosa—, pero sé que no será así. Imagino que la humanidad no tardará mucho
en darse cuenta de nuevo de lo importante que es este oficio —en realidad, ya
hace algún tiempo que está tomando conciencia de ello por mucho que evite
reconocerlo y se nos hayan denostado— y lo recuperará valorándolo en su justa
medida porque la arquitectura tiene esa hermosa cualidad, se puede volver a
aprehender ya que necesariamente forma parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra
naturaleza. Solo hace falta que la gente comience a necesitarla de nuevo, a
echarla de menos como algo necesario, imprescindible diría yo, sin la que,
desgraciadamente, la vida es objetivamente peor, por mucho que ese término
pueda parecer subjetivo y muy personal, por mucho que pueda pensarse que no
tiene mayor importancia y que la gente puede vivir sin arquitectos. No seré yo
quien niegue este hecho porque esa es mi profesión y obviamente podrían
acusarme de ser poco ecuánime y de proclamar a los cuatro vientos un victimismo
que nadie excepto yo, o uno como yo, podría sostener. Sin embargo, la gente no
puede vivir sin arquitectura, en eso nadie podrá contradecirme. La arquitectura
nos rodea desde que comienza nuestro periplo por este mundo, forma parte
indisoluble de nuestra vida: nacemos en un hospital, nos cuidan en una
guardería, vivimos en una casa, estudiamos en un colegio, leemos en una
biblioteca, aprendemos a tocar instrumentos en un conservatorio, trabajamos en
un edificio de oficinas, nos divertimos en un estadio, o en el cine, o en el
teatro, escuchamos música en la ópera, compramos en una tienda, nos ejercitamos
en un gimnasio, incluso paseamos por un parque, maduramos en la universidad, rezamos
en una iglesia, pagoda, mezquita o cualquier otra suerte de templo, nos cuidan
en un geriátrico, velamos a nuestros muertos en un tanatorio y nos entierran en
un cementerio. Toda nuestra vida se desarrolla en espacios diseñados por
arquitectos y son precisamente los arquitectos quienes convierten las
necesidades de la humanidad en realidad, en espacios vivibles, tangibles, habitables,
en definitiva. Así, el arquitecto adquiere un compromiso con la sociedad, con
la humanidad, por el que le entrega su arte quedando este sometido al terrible
yugo del uso y generándose una lucha atroz, a veces fratricida, en la que ese
arte hace filigranas ante las demandas del usuario, sin renunciar al objetivo
final que no es otro que dominar —en ocasiones solo es posible cierto control—
el espacio y la luz para beneficio del ser humano.
Los arquitectos comenzaron a desaparecer no
hace mucho tiempo, tal vez dos o tres décadas, en las postrimerías del siglo XX,
justo cuando se vanagloriaron de su obra y perdieron la humildad que todo
servidor social debe tener. Después llegó nuestro castigo. Esos años, muchos en
apariencia, no son más que un granito de arena en la historia de la
arquitectura. Los arquitectos comenzaron a desaparecer cuando los convirtieron
en impuestos de un sistema que, por definición, los menospreciaba, los
transformó en una imposición necesaria y los hizo responsables en última
instancia de los males —crisis es un término menos poético— económicos que
sufrió la humanidad a principios del siglo xxi. Los arquitectos comenzaron a
desaparecer cuando su trabajo tuvo que reducirse en tiempo y reconocimiento —no
solo económico— en favor de la avaricia y la incomprensión, pero se amplió en
exigencias y responsabilidades. Los arquitectos desaparecieron cuando el proyecto
de una casa requirió más tiempo en su desarrollo que en su construcción como
consecuencia de las dificultades legislativas y normativas cada vez mayores, lo
que provocaba que un proyecto, por simple que pudiese parecer, requiriese del
concurso de varios técnicos, a cual más especializado, en una temática
concreta, sin que la remuneración de dicho proyecto pudiera asumir el trabajo
de cada uno de ellos. Los arquitectos desaparecieron cuando la sociedad
desmembró la arquitectura transformándola de un bien de primera necesidad en
algo inútil, insustancial, en un mal necesario ante el que la gente mostraba
una permanente indiferencia y despreocupación porque invertir —que no gastar—
en arquitectura era, sencillamente, un despilfarro que solo tenía como fin
último fomentar la megalomanía de los propios arquitectos —en muchas ocasiones
también de los promotores— con un dinero público que escaseaba. Los arquitectos
desaparecieron cuando se impuso la mediocridad alimentada por la miseria
fomentada desde los círculos de poder, impulsada por aquellos que tomaban las
decisiones y alegaron razones económicas para robarles en su trabajo y por su
trabajo sometiéndolos al yugo de la pobreza. Los arquitectos desaparecieron
cuando se decidió que no era necesario que alguien se formase en humanidades,
en arte y en ciencia, aunque los arquitectos debieran aunar todas esas disciplinas
para humanizar los espacios. Los arquitectos desaparecieron, en definitiva,
cuando el hambre superó la frontera de la dignidad y dejó de concursarse para
competir en una disputa desalmada por lograr un contrato —ni siquiera importaba
que fuese o no un proyecto— llegando al paroxismo de pagar por lograr un
trabajo bajo la promesa de futuros encargos que nunca llegaron. Los arquitectos
desaparecieron porque nos destruyeron, nos pisotearon, nos sometieron, …, y
nosotros no supimos, o no pudimos, o no quisimos, defendernos.
Pero poco importa que los arquitectos
desaparezcan porque la arquitectura no se perderá. La arquitectura estará
siempre presente por más que alguien pretenda que sean los médicos, o los
abogados, o los policías, tanto da, quienes hagan arquitectura. Finalmente se
impondrá la razón —y la necesidad— y los arquitectos volverán a ser quienes
piensen, diseñen y construyan los espacios donde los seres humanos habitarán
desarrollando alguna de sus actividades, sean estas cualesquiera que sean, las pretéritas
o las venideras, para las que será necesario que alguien —arquitecto, sin duda—
piense nuevas soluciones.
Imagen: Imhotep, primer arquitecto conocido
de la historia. http://jrmilton.blogspot.com.es/
En Mérida a 3 de marzo de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera