Recuérdame mi profesión.



«Pareces cansado, ¿dónde estuviste ayer?» Fue, tal y como puede observarse, una frase sin más, una simple pregunta que me hizo reflexionar sobre ciertas cuestiones que, de ordinario, uno no se plantea, por obvias, por cotidianas o, sencillamente, por falta de tiempo. La cuestión, inocente casi pueril donde las haya, caló profundamente en mí. Seguramente la respuesta habitual —más de lo deseado— habría sido que estuve trabajando hasta tarde porque tenía una entrega, palabra que encierra en sus siete letras un perfecto resumen del modo de vivir —o de sufrir— el trabajo de muchos compañeros de profesión, incluido yo mismo.  «Estuve celebrando con unos amigos —dije sin pararme mucho a pensar— que somos arquitectos —añadí tras una breve pausa—». Vi en su rostro cierta sorpresa, tal vez porque quien preguntaba sabía perfectamente cuál era mi profesión y que, por supuesto, no se trataba de un logro reciente para mi desgracia, aunque esa harina debe llevarla otro costal, o tal vez porque no entendía cómo era posible en los tiempos que corren que ser arquitecto fuese objeto de conmemoración alguna. «Sí —insistí, mostrando cierto orgullo poco habitual en mí—  estuvimos hasta tarde charlando, comiendo, bebiendo y... hasta bailando —añadí como colofón para demostrar que nosotros también podemos y sabemos divertirnos—». Estaba realmente muy satisfecho —feliz sería más apropiado— con la noche recién pasada: hubo tiempo para el desahogo, tan habitual en los últimos tiempos, pero también para el disfrute, para el reencuentro, para la complacencia —necesaria en ocasiones—, para el consuelo y también para el homenaje e incluso para la reivindicación.

Hombre, podría pensarse que poco mérito tiene que, entre arquitectos, nos digamos lo bueno y necesarios que somos. Tiene algo de ostracismo social, aunque en cualquier reunión gremial existe una pequeña dosis de esas características, pero, en realidad, era necesario que nos convenciésemos a nosotros mismos, desde los distintos ámbitos en los que nos hemos asentado y reubicado dentro de la sociedad, de que realmente nuestra labor sirve, de que estamos ahí porque se nos necesita y que el escarnio al que nos hemos visto sometidos y por el que se nos ha culpabilizado de muchos de los males de estos últimos años no debe recaer íntegramente en nosotros. Tenemos parte de culpa, eso es seguro, unos más que otros dentro del colectivo, pero ni de lejos es toda nuestra.


Han sido —están siendo, que nadie piense que la funesta crisis está totalmente superada— años duros, muy duros; años en los que el trabajo, escaso y miserable, ha requerido un terrible esfuerzo que, gracias a nuestra candidez, demasiadas veces ingenuidad, lejos de ofrecer recompensas, por descontado no económicas, supone una dedicación casi enfermiza a labores que van minando tu ánimo y absorbiendo tu energía, y que, sin dejar de ser trabajo, no son reconocidas y, por supuesto, tampoco agradecidas; años en los que se tiene que convencer a la sociedad de que nuestra labor es indispensable, absolutamente y sin paliativos, sin que este término deba entenderse desde la soberbia de aquellos cuyo trabajo es esencial en la sociedad, aunque silencioso, escondido y habitualmente anónimo, porque permite a la gente vivir en un entorno más habitable y solo eso engrandece nuestra profesión; años en los que la feroz competencia —fomentada desde la propia sociedad y alimentada por nosotros mismos— ha puesto en tela de juicio nuestra dignidad, suplantada por el hambre, que ha sustituido a la excelencia por la necesidad, por la obligación de quien tiene que llevar a casa el dinero fruto de un trabajo cada vez peor pagado y cada vez más exigente; años en los que mucha gente ha tenido que abandonar para iniciarse en nuevos caminos, pero en los que otros muchos arquitectos se han lanzado a recuperar lo que, por qué no, también puede ser nuestro, desarrollando ideas, desempeñando tareas que, vinculadas a la profesión, estaban olvidadas, perdidas, escondidas a nuestros ojos cegados por cierto prurito incomprensible que había desequilibrado nuestro compromiso social que es profundo y sincero.

Ayer estuve con amigos, ayer estuve con compañeros, con gente que sabe lo que uno da y lo poco que recibe, con gente que comprende la idiosincrasia de la arquitectura y que hace un gran esfuerzo desinteresado por alcanzar metas de carácter social ayudando a mejorar la vida de los demás. Ayer estuve con gente que cuando te abraza lo hace desde la plena comprensión de tu realidad que es, en cierto modo, también la suya, gente que ve en ti lo mismo que ven en ellos, gente que quiere sentir tu felicidad porque es, en cierto modo, la suya, y con la que el contacto esporádico tiene algo de sanación, casi mística, pero sanación al fin y al cabo, gente que quiere recibir de ti lo mismo que es capaz de darte, gente que compite contigo y que despotrica de ti si le ganas, pero que en el fondo se alegra porque eres tú, o tú, o tú, tanto da, ya que tienen la convicción de que lo darás todo por hacerlo lo mejor posible, aunque regales tu esfuerzo, aunque regales tu trabajo. Gente que sabe que sigues porque él, porque ellos, siguen. Gente que te recuerda cuál es tu profesión y eso, para nosotros, es suficiente.





Imagen: Foto de grupo en el Palacio de Camarena, sede del Colegio Oficial de Arquitectos de Extremadura en Cáceres, Cristina Valdera López, consorte de arquitecto, difícil y duro cargo que agradezco con todo mi corazón.


En Salamanca a 1 de diciembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


No hay comentarios:

Publicar un comentario