¿Quién quieres ser de mayor: Cerdán o Ábalos? Porque supongo que Koldo nadie querrá ser, aunque bien visto, estaba claro que él, siendo el eslabón más débil, el secretario, el matón, el correveidile, era, al mismo tiempo, el más consciente de su debilidad y el más consciente de su imprescindibilidad y por eso se guardó bien las espaldas traicionando a sus mentores en todo el proceso de corrupción teniéndolos bien sujetos y ejerciendo sobre ellos la misma extorsión y chantaje que ellos aplicaban en los demás. Pero él lo hacía desde el silencio y la sumisión a sus jefes... Sin él nada hubiera funcionado: era la condición necesaria, aunque insuficiente, puesto que para que todo funcionase hacían falta un Cerdán o un Ábalos, y a pesar de todo sin Koldo el engranaje chirriaba. Cada cual con su perfil. No sé si merece la pena describirlos. Uno los mira ahora y, claro está, con lo que les ha caído y lo que les queda por recibir no es fácil ser objetivo a la hora de analizarlos, pero, sin embargo, parecen diferentes, aunque ambos —compartido con Koldo— tienen el patrón común de la desfachatez, de la sinvergonzonería, de la procacidad, de la arrogancia, de la soberbia, de la deshonestidad, de la obscenidad y de la inmoralidad. Téngase en cuenta que han chantajeado, extorsionado, malversado, robado, timado, engañado… y así hasta agotar el diccionario de términos de la corrupción. Después de leer el demoledor informe de la UCO, y ojo que es prácticamente una narración de los hechos que no hace valoración alguna de los mismos, será difícil defender, aún a riesgo de equivocarme, justificación alguna de inocencia para cualquiera de estos engendros. Muy difícil. Esto, increíblemente, no significa que no puedan terminar siendo absueltos. Esta es la paradoja de la justicia: un culpable puede ser absuelto con total impunidad por más que existan pruebas que demuestren sus fechorías... Ocurre, es así, estos son los recovecos de nuestra justicia cuando quiere ser garante —y es lo normal—, pero se deja engañar con galimatías judiciales. Tal vez lo más disuasorio en nuestra democracia y a la vista de los antecedentes sería imponer prisión permanente revisable para ejemplificar frente a la sociedad la contundencia que estos actos requiere.
Lejos del coste económico para el país, lejos de la inmundicia que deja en las instituciones y la falta de confianza que provocan en las mismas, además de la espeluznante desafección social y generacional, lo terrible de esta ocupación —pues parece que estaba perfectamente organizado como si de un trabajo se tratase— es la mugre endémica que esta clase política provoca en la sociedad. ¿Si nuestros representantes, los que hemos elegido libremente hacen esto abusando del poder que se les concede por delegación en un acto de confianza, por qué nosotros no vamos a hacerlo? A una mayoría de la población aún le queda un ápice de dignidad y de solidaridad, aunque el castigo al que nos someten los políticos es duro y termina quebrando, siquiera parcialmente, la maleable consciencia social que hoy en día apenas se sostiene. Es evidente: ¿si Fulanito, con nombres y apellidos y perteneciente a un partido político con sus siglas bien reconocidas lo hace porque ha llegado al poder gracias a dicho partido, joder, por qué yo no lo voy a hacer? ¿Si él vive de puta madre a mi costa, no tengo yo derecho a hacer lo mismo? Además, a la vista de lo que hoy en día acontece, uno puede fácilmente intuir que solo se sabe una mínima parte de lo que realmente ocurre. Es decir, es fácil concluir que hay un sinnúmero de corruptelas más o menos organizadas que nos envuelve de forma invisible aprovechándose del esfuerzo del resto. Es intolerable, absolutamente intolerable. Nadie —de los que pueden hacerlo— parece querer ponerle freno de forma contundente y tengo la sensación de que el motivo es que todos los que pueden tomar ese tipo de decisiones están o podrían estar en situación similar. Es decir, deben pensar que «mejor no lo hago por si acaso me pillan o por si alguna vez me da por corromperme», aunque evidentemente siempre declararán que manifiestan «su total inocencia» o «su total confianza en Fulanito o Beltranito» a pesar de los indicios que hay en su contra. Es intolerable. Precisamente porque al final este desfalco de las arcas públicas, esta corrupción organizada, este abuso de poder provoca una reacción en cadena en la sociedad —al menos aquí en España donde esta tradición viene de muy antiguo— que, lejos de mostrar su oposición frontal a estos comportamientos y exigir medidas definitivas, cataliza un cambio social que pone en relieve lo peor de cada uno que terminará, antes o después, buscando su aprovechamiento personal a costa de los demás: es el repetido hasta la saciedad egoísmo social que nos absorbe, en este caso llevado al paroxismo por culpa de muchos —no son tan pocos los casos— indecentes y deshonestos políticos. Y más aún, los niños comienzan a ver en estos comportamientos la normalidad más absoluta dentro de la sociedad en la que crecerán y considerarán que esa es una forma como cualquier otra de prosperar, solo que más rápida y lucrativa, a la que se llega dejando de lado la cultura del esfuerzo y trabajo. Si a una persona adulta le cuesta controlar el impulso de buscar su beneficio a costa de los demás visto lo visto, los niños que ven esto en el día a día y que no tienen sus valores morales y éticos aún formados lo interiorizarán como algo absolutamente corriente y aceptable. Así pues, tal vez nuestros niños se pregunten si de mayor querrían ser como Cerdán o Ábalos o como Bárcenas o Acebes. Hay tantos casos de corrupción en ambos partidos que cuesta imaginar que no sean ambas organizaciones criminales perfectamente constituidas y dirigidas.
Tenía un profesor que nos decía, mientras nos explicaba la historia moderna en bachillerato hace más de treinta años, que en nuestro caso, que terminaríamos con carreras universitarias, para asegurarnos un futuro cómodo, lo mejor que podíamos hacer era sacarnos el carné de un partido político, tanto daba que fuese el PP o el PSOE. Haciendo esto nos aseguraríamos un cargo político de relevancia y quién sabe… Ese «quién sabe» cobra sentido con cada caso de corrupción, ese «quién sabe» era una forma de decirnos que la sociedad estaba siendo subyugada por nuestros propios representantes para fulminarla y lograr su propio beneficio. Y para eso no hacía falta tener valores ni ideales —con los peligros que eso conlleva— y, por tanto, podíamos afiliarnos a cualquiera de los dos partidos políticos dominantes ya que, a la postre, no hay demasiada divergencia entre ellos más allá de la búsqueda del poder para poder chupar de la teta de la nación. Así que ahora no existe apenas diferencia con la época del pucherazo español que aconteció durante la restauración borbónica tras el fracaso de la Primera República que apenas cumplió un año. En aquella época alternaban liberales y conservadores, Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta. Ahora, tal vez con más sutileza, aunque la historia nos lo dirá, la alternancia sigue ocurriendo más o menos en los mismos términos. Cuando se desgasta el PP o el PSOE, normalmente por casos de corrupción, tras una o dos legislaturas, el otro sube al poder para colocar a sus acólitos. Es cierto que parece que hoy en día no hace falta la connivencia del antiguo ministro de la Gobernación, los gobernadores civiles, los alcaldes y los caciques locales, pero solo porque nos han adormecido tanto, nos han aborregado tanto que sin estos «encasillados» ya nosotros mismos nos impacientamos para propiciar la alternancia. Es cierto que hay en la actualidad algunos agentes adicionales que quieren incorporarse, en principio para gestar un cambio, al carro de la opulencia política, no muchos y no muy exitosos, la verdad, pero si logran aferrarse a dicho carro les vaticino un final no muy diferente al de los actuales. Parece que el poder corrompe, pero no hacemos leyes que lo eviten castigando con firmeza y ejemplaridad dichos actos.
Imagen de Marta Fernández Europa Press.
En Mérida a 14 de junio de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
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