La danza de los cuatro.

 


Los cuatro bailarines aparecen en la escena. Un cono de luz les alumbra. Caminan de forma pausada, con inusitada elegancia, hasta llegar al centro del escenario donde se colocan para formar un trapecio con los lados paralelos al frente. En el lado más cercano al público, sentadas, se encuentran Isadora Duncan y Anna Pávlova. En el lado más alejado Rudolf Nuréyev y Mijaíl Barýshnikov. Ellos están de pie.

 

Suena Schubert, la Sinfonía número. 8 en B Menor, D. 759, "Inacabada" el movimiento allegro moderato, Isadora la tararea en voz baja, con la luz apagada y cuando alcanza su momento cumbre se levanta desenrollando de su cuerpo una larga y sedosa chalina que deja en el suelo mientras mueve las manos y los pies al compás de la música. Está descalza y lleva una túnica azul.

 

—¿Quién osa decir que esto no se puede bailar? —Isadora se dirige al púbico—, todo se puede bailar. Todo —se da la vuelta y prosigue con su curioso baile de manos y pies—. Tuve que marcharme de mi hogar —grita con la cabeza inclinada hacia atrás—, no tenía dónde ir y vine con mi madre y con mi hermana a Europa. —Se gira y se coloca frente al público sin dejar de bailar—. Estudié mucho y aprendí por mi cuenta buscando en las raíces de la danza. — Se detiene y comienza a bailar solo con las manos—. Me sentí querida en la nueva Unión Soviética y allí marché, pero finalmente regresé a Occidente. El expresionismo fue mi fuente de inspiración, pero mi baile nacía de mi interior. —Nuevamente se detiene y reanuda su danza ahora solo con los pies—. No necesitaba nada más que mi cuerpo para expresar muerte y dolor. Se rieron de mí. Sufrí mucho. Pero mi danza está ahí —se detiene definitivamente y entonces la música, respetuosa, para.

 

Suena Le Cygne de Le carnaval des animaux de Camille Saint-Saens. Una tenue luz se dirige hacia Anna Pávlova que comienza a acariciarse las zapatillas de ballet con sumo esmero hasta que la música se apacigua levemente y se levanta con delicadeza, casi etérea, prácticamente sin moverse. 

 

—Tocad aquel último compás muy suavemente —dice de forma casi inaudible y lo repite con fuerza—, tocad aquel último compás muy suavemente... Nací en San Petersburgo. Mi infancia fue muy pobre. La danza me enamoró desde muy pequeña y aunque no me permitieron entrar la Escuela de Ballet Imperial al principio, luego permanecí allí durante mucho tiempo. Bailé y bailé por Europa, por América, por Australia. Incluso fundé mi propia compañía —se mueve actuando con una coreografía romántica, acorde a la música—. Mis pies estaban muy arqueados y era una chica muy delgada y delicada, pero eso no me impidió enamorar al público con mi danza. —Anna baila durante unos instantes hasta que la música va alejándose y ella comienza a detenerse con suavidad al tiempo que la oscuridad regresa al escenario y su silueta se oscurece en un juego de sombras.

 

Suena El Lago de los cisnes de Tchaikovsky, Acto I, Escena II, Danza de los Pequeños Cisnes, seguidamente la Danza General y finalmente la Escena Final del acto I, Rudolf Nuréyev comienza a moverse y atrae el foco de luz.

 

—Quiero ser libre, quiero ser libre —así arranca su intervención según va levantándose con mucha fuerza, desafiante—. Nací en tierra de nadie, en un tren siberiano. —Deja de hablar, se detiene, mira al público directamente y hace un paso de ballet impetuoso—. Comencé a bailar tarde, la segunda guerra mundial me impidió ser antes el bailarín que llevaba dentro, pero finalmente pude expresar mi arte danzando. —Deja de hablar nuevamente y repite con otro paso de ballet—. Quise ser libre, conocer nuevos países, bailar para el mundo. Huí de la Unión Soviética. —Se detiene otra vez para efectuar un paso de ballet, más difícil aún, retador—. Tenía tanto que decir, tanto que expresar con mi arte, tanto que ofrecer, que, a veces, la danza no era suficiente. —Ejecuta con precisión un nuevo paso—. Pero el ballet era mi vida. Dirigí y bailé en el ballet de la prestigiosa Ópera de París, la ciudad que más me admiró y donde terminé mi carrera. —Se detiene acompasando los últimos pases de su baile con el final del acto I de El Lago de los cisnes hasta que se apaga la luz y se recoge abrazándose.

 

Suena Giselle, el Acto II, Final, de Adolphe Adam. Mijaíl Barýshnikov está de pie con un ramo de flores blancas entre sus manos. Lo mira triste.

 

—Dijeron que era el bailarín más perfecto que jamás se había visto. –Baila mirando al público y coge una de las flores para depositarla en el suelo, va a dejar una estela como en su actuación en Giselle cuando debutó en Estados Unidos en 1974—. Al principio no le presté demasiada atención a la danza, pero poco a poco fui enamorándome de ella. —Realiza varios pasos consecutivos y sigue dejando flores en el suelo—. En la Unión Soviética reconocieron mi trabajo, pero yo necesitaba más y me marché —baila nuevamente y sigue depositando flores en el suelo—. Aunque todo el mundo decía que era bajito, mi estilo fue atrevido y mi técnica brillante, algunos me llaman “el dios de la danza clásica”. —Baila y deja flores—. Busqué en otras artes la forma de expresarme. Actué en cine e hice danza moderna. —Baila y se queda solo con una flor—. Muchos coreógrafos hicieron obras para mí y yo honré su trabajo con lo mejor que supe dar de mí. Mi vida fue el ballet. —Se queda con la última flor, de pie, frente al público y la música se detiene.

 

Los cuatro bailarines se alinean en silencio al frente del escenario. Se colocan de izquierda a derecha en orden de aparición. Isadora toma la palabra.

 

—Soy Isadora Duncan —se acaricia la estela que lleva enrollada—, todo se puede bailar.

 

—Soy Anna Pávlova —hace un gesto romántico—, tocad aquel último compás muy suavemente.

 

— Soy Rudolf Nuréyev —avanza impetuoso—, la danza me hizo libre.

 

—Soy Mijaíl Barýshnikov —hace una reverencia al público y lanza la última flor blanca que le queda—, mi vida es el ballet.

 

La Danza de las Flores de El Cascanueces comienza a sonar. Se sonríen unos a otros. La música les invita a danzar. Se unen por parejas y bailan mientras se van retirando, alejándose poco a poco del frente del escenario. Las arrugas van marcando sus rostros, pero no desaparece su sonrisa.

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 18 de marzo de 2015 y 8 de junio de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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