A la mañana siguiente Robert se despertó con algo de resaca. Pensó que su cuerpo ya no era el mismo. Antes podía beber lo que quisiese y dormir para recuperarse sin problema. Ahora le dolía la espalda y sentía le boca seca.
—¡Maaary! —gritó—, ¡agua!
Mantenía los ojos cerrados, la claridad que entraba por la ventana le molestaba. El niño empezó a llorar.
—¡Mary, ese puto niño! Dale d´comer o lo que sea, joder.
Robert se levantó. Y se giró hacia el salón, entonces vio el cuerpo colgado de Mary. Miró hacia otro sitio buscando el origen del sollozo del niño. Se dirigió al catre y allí lo vio. Se acercó a él y colocó su rostro a un palmo del del niño. Jeremy se calló. Robert regresó al salón. Se acercó de nuevo al cuerpo sin vida de Mary y lo empujó ligeramente. El cuerpo se balanceó. La cuerda chirrió al rozar la viga. Se dirigió a la cocina y abrió el altillo. Cogió una botella de güisqui. La abrió y bebió un trago. Se dirigió a la puerta de la casa. La abrió. Respiró aire fresco. Salió al porche y se estiró. La espalda le dolía: crujió. Se tocó la cicatriz aún enrojecida del abdomen. Le estirparon la bala que se había incrustado y numerosa metralla alrededor. Comenzó a caminar. Vio que el bar de Anna Rose se había quemado. Siguió caminando y llegó a la oficina del sheriff, también quemada. Se detuvo frente a ella. Se dio la vuelta y se dirigió a la iglesia. «Al menos no’stá quemá’ —pensó cuando llegó—, pero pa’ece demasia’o vacía». No entraría. Eso lo sabía. No era un sitio que le agradase. No tenía buenos recuerdos de ese lugar, no ponía en pie qué le había podido ocurrir allí, pero no iba a entrar, eso lo tenía claro. Se dirigió a la casa del sheriff y cuando llegó llamó a la puerta una vez con sus poderosos nudillos. Esperó. Al cabo de un instante volvió a llamar, esta vez golpeo varias veces. Esperó. Pasaron unos segundos cuando oyó una voz femenina del otro lado de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Margaret Earp.
—¿Dónde’stá l’sheriff Matt?
—¿Quién es? —insistió Margaret.
—Soy Robert Brown.
—¿Robert?
— Sí. He regresao. M´licenciaron. Tengo un disparo aquí, n’el estómago… —Se señaló el abdomen, aunque la puerta estaba cerrada.
—¿Qué quieres?
—Busco´l sheriff. Mary ha muerto.
—¡Qué! ¿qué dices? Mary no está. Se marchó ayer. Vino a despedirse. Se fue con… —Margaret se interrumpió a sí misma y guardó silencio.
—Lo sé. L´cogí en l´ciudad y la traje de vuelta. S´ahorcó anoche…, creo. Yo estaba durmiendo l´mona.
Las manos de Margaret comenzaron a temblar.
—¿Cómo que se ha ahorcado?, ¿qué hablas Robert Brown? ¿Qué has hecho?
—Le juro que no h´echo ná, señora. S´a colgao ella solita. Yo no h’echo ná.
‘
Margaret abrió la puerta. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué has hecho, Robert?, ¿qué has hecho?
—Señora, le digo que no h’echo ná. S’ha matao sola.
—¿Dónde está Mary? ¡Dónde!
—En casa. T’a en casa…
—¡Vamos, venga, vamos ahora mismo!
Ambos se dirigieron a casa de Robert. Formaban una extraña pareja. Margaret era enjuta y delgada. Robert un gigante robusto y tosco. Ella iba ligeramente adelantada. Él la seguía forzando pasos cortos. No quería ponerse a la cabeza, cosa que habría hecho sin esfuerzo. Llegaron a la casa de Robert. La puerta estaba abierta, tal y como él la había dejado. Margaret entró sin esperar que Robert le diera paso. Él la siguió cubriendo el marco de la puerta y oscureciendo el interior solo iluminado por la única ventana de la casa. El cadáver de Mary, colgado de la viga de madera, ofrecía un aspecto tétrico. Margaret gritó. Fue un grito de rabia, de odio, de dolor, fue un grito contra Robert, contra el mundo. Fue un grito de desesperación. Cuando consiguió controlar algo la rabia y dejó de gritar comenzó a sollozar. Robert se mantenía quieto en el umbral de la puerta sin atreverse a entrar.
—Vamos, ven, estúpido. Ayúdame a bajarla.
Robert estaba intimidado. Asintió. Entró, sujetó el cuerpo de Mary mientras Margaret se subía para deshacer el nudo. Robert la sostuvo con una mano, como si de un saco se tratase, y cuando sintió que Margaret la había liberado la dejó sin cuidado en el suelo. La cabeza de Mary golpeó el suelo con un crujido.
—¡Qué haces, animal!
Robert bajó la cabeza, pero un gesto de rabia surgió en su rostro. Margaret lo vio y decidió contenerse.
—¿Ónde está’l’sheriff? —preguntó Robert.
Margaret guardó silencio.
—¡Ónde está! —Robert alzó la voz.
—Ayúdame a colocar el cuerpo de Mary en el catre —dijo Mary. Entonces se dio cuenta de que el niño estaba en la casa—. ¿Has dejado al niño aquí solo?
—‘Se niño no´s mío.
—Pero…, es un bebé.
—No´s mío.
Margaret le ordenó que dejase el cadáver de Mary en el catre. Ella se adelantó y cogió al niño y lo acurrucó entre sus brazos. Jeremy parecía estar bien. Margaret solo podía pensar qué habría sido de Anna Rose. Temió lo peor. Robert soltó el cuerpo de Mary sobre la cama con cierta delicadeza. Algo de polvo surgió al dejarla caer en el colchón. Margaret miró el cadáver. La piel estaba azulada. La lengua asomaba entre los labios. El cuello tenía la marca de la soga. La falda estaba mojada y sucia. Margaret sintió una profunda pena. Cerró los ojos intentando contener las lágrimas. «¡Qué mierda ocurre en este maldito pueblo! —pensó—, ¿cómo es posible que estemos viviendo esta pesadilla? ¿Por qué, por qué…?». Robert se acercó y le tocó el hombro. Margaret se asustó.
—Quiero ver al sheriff Matt Earp… Ahora.
Margaret le miró a los ojos y casi en el mismo instante se arrepintió de hacerlo. Ya no podía bajar la vista.
—El sheriff ha muerto.
—Ehm, ¿cómo ha sío?, ¿cuándo?, y ahora ¿quién manda?
Margaret no había tenido tiempo de pensar en todas esas cosas. Había estado sufriendo la pérdida de su marido, no del sheriff del pueblo. No contestó. Salió con el niño en brazos. Bajó los peldaños del porche y se dirigió a su casa sin mirar atrás. Sintió que los ojos de Robert estaban mirándola, pero prosiguió su camino. Cruzó la calle, todavía desierta, y se metió en su casa. Cerró la puerta con cerrojo.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 19 de abril de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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