Menu

domingo, 22 de junio de 2025

Hace treinta años.

 


Recuerdo con vaguedad el primer día que entré en el vestíbulo de la escuela de arquitectura de Sevilla. Recuerdo, eso sí, con bastante claridad la impresión entre nerviosa y curiosa que inundaba todo mi cuerpo. Recuerdo el trasiego, a veces apresurado, a veces calmado, de jóvenes cargados con hojas de papel de tamaños imposibles para mí. Recuerdo las paredes decoradas con imágenes, con fotos, con pósteres, con nombres de arquitectos desconocidos... con calificaciones. Recuerdo que me asomé a comprobar los resultados de algún examen y me parecieron sorprendentes. Recuerdo el tránsito esporádico de personas de mayor edad, solitarias. Recuerdo que me vi pequeño… Hace ya tiempo que olvidé el motivo de aquella visita, sé que fue antes de que comenzara el curso, pero no sé si era porque tenía que formalizar la matrícula, comprobar algunas listas o sencillamente porque quería ver dónde iba a pasar una gran parte de mi tiempo —aunque yo en aquel momento aún lo desconocía— de los siguientes años. Sé que hacía calor, mucho calor, pero aún quedaba todo un verano antes de empezar el curso. Regresé a mi casa y olvidé aquella visita, pero quedó grabada en mi subconsciente. No recuerdo nada de aquel verano, pero creo que lo pasé muy bien, al fin y al cabo, era mi despedida —aunque yo en aquel momento también lo desconocía— de toda una vida que, vista desde la distancia, fue una vida fácil, llena de emociones adolescentes sencillas y nuevas, amores juveniles que se querían conservar eternamente, pero que el tiempo y la distancia mostrarían fútiles. Todo aquello había comenzado a desaparecer y ese vestíbulo iba a ser testigo de excepción de aquel cambio.

 

Aquel verano desapareció y resurgió ese vestíbulo que pasaría a formar parte de nuestras vidas y donde tantas veces nos cruzamos, donde tantos rostros reconocíamos aun sin haber intercambiado palabras con muchos de ellos, donde tantas veces quedamos, donde tantas veces deseamos, donde tantas miradas furtivas surgieron, donde tantas veces sufrimos, donde tantas veces sonreímos, donde tantas emociones compartimos que nos fueron modelando para ser, en gran parte, lo que ahora, treinta años después, somos. Es sorprendente comprobar cómo la intensidad de aquellos años ha marcado lo que somos, aunque realmente la escuela no fue más que un catalizador de nuestro cambio. Fuimos nosotros los que cambiamos porque eso era lo que tocaba en nuestra vida. Y la escuela, su vestíbulo, fue un espectador necesario en todo ese proceso.

 

Tuve la fortuna de poder correr en la carrera, la terminé muy pronto y muy bien, pero, aunque pueda parecer paradójico y contradictorio, no a tiempo, no en su tiempo. Hoy me duele no haber sostenido más entre mis manos todo aquello que creo que me perdí, pero no me arrepiento, esa nunca es la solución. Tal vez permanece el deseo de haber hecho otras cosas, de haber intimado con otras gentes, de haber sido valiente para buscar otros caminos, pero lo hecho, hecho está. Conocí a mucha gente, gente maravillosa, gente con la que he seguido manteniendo el contacto y a la que quiero con todo mi corazón. Pero también conocí a gente extraordinaria con la que no pude compartir tanto, a pesar de haber coincidido en horas y horas de trabajo, de esfuerzo, de clases, de sacrificio… y de escuela, de aquel lugar que permanecía impertérrito ante nosotros, observando nuestra evolución, nuestro desarrollo, nuestro cambio, algo que tantas veces ya había visto con otros.  

 

La escuela imprime carácter, no creo que nadie pueda negar eso después de pasar por allí. Te convierte en un héroe capaz de soportar cualquier cosa, capaz de amoldarse a lo que sea necesario, capaz de resurgir tras la caída y capaz de someterse a sacrificios casi inhumanos por evitar sufrimientos provocados por algunos psicópatas frustrados que pululaban por la escuela ostentando cargos de profesor que ejercían más como carceleros que como docentes y que parecían disfrutar con nuestra ansiedad y desolación. En la mayoría de las ocasiones estos seres provocaban una angustia innecesaria que iba minando nuestro arresto juvenil. También había, es justo reconocerlo, profesores magníficos que, aunque exigentes, eran capaces de enseñar y que hoy, años después, todavía admiro y considero mis maestros. Al fin y al cabo, se supone que uno va a la universidad para aprender, qué menos que eso. Sin embargo, en mi caso, no fui a la universidad para aprender, a pesar de que ese era mi objetivo inicial: fui para obtener un título, pero, sobre todo, aunque yo no lo sabía, fui para hacerme un hombre. Y la escuela obró ese cambio, al menos tomó parte en el proceso, aunque mucho más tuvo que ver vuestra presencia por todo lo que convivimos y todo lo que vivimos en común. 

 

No fuimos especiales, al menos no más que otras generaciones, sin embargo, para nosotros, entre nosotros, sí que somos únicos porque en nuestro reencuentro recordamos anécdotas que compartimos y que habíamos olvidado, fuimos capaces de revivir aquello que se nos escapó, de recordar rostros que deseamos, gentes con las que pasamos noches enteras de trabajo, personas a las que consolamos en su sufrimiento y que nos consolaron cuando lo necesitamos. Traer al presente aquel pasado que tanto nos marcó nos ha permitido conversar, siquiera un instante, con decenas de compañeros cuyas vidas no alcanzábamos ni alcanzaban a imaginar hace treinta años, pero con ellos, entre nosotros, ni siquiera el velo del tiempo ha sido capaz de tapar todo lo que compartimos. Desconozco si esto ocurrirá entre otros grupos, intuyo que sí, pero desde luego, verte a ti y a ti y a ti, hablar contigo y contigo y contigo, incluso contigo, con quien he seguido manteniendo el contacto, o contigo que te reencontré por casualidad años después haciendo aquel proyecto o en aquella celebración, o contigo con quien apenas hablé durante la carrera, pero que siempre te vi porque siempre estuviste ahí y con quien tanto compartí. Vivir eso ha sido maravilloso. Sé que muchos no volveremos a coincidir hasta quién sabe cuándo, ojalá no pase demasiado tiempo para que, tal vez en otro encuentro como este, podamos vernos de nuevo, intercambiar algunas palabras y abrazos, y contemplar qué ha decidido el tiempo hacer con nuestras vidas y con nuestros cuerpos; otros seguro que seguiremos viéndonos; y otros, tal vez, comencemos a vernos con más frecuencia. Nadie lo sabe, pero nadie nos podrá quitar todo aquello que tanto nos marcó y que nos convirtió en los hombres y mujeres que ahora somos.

 

 

 

Imagen de José Laguna. Encuentro conmemorativo del treinta aniversario de los cursos 1993, 1994, 1995 de la ETSA celebrado en Sevilla el 14 de junio de 2025.

En Mérida a 22 de junio de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/