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domingo, 27 de abril de 2025

El cazador de moscas (xxiv).

 


Anna Rose buscó y buscó. No hubo ni un solo sitio de la ciudad en el que no buscase. Sin embargo, no logró dar con Mary y el niño. No entendía qué había pasado. No entendía cómo habían desaparecido junto con el carro. No había explicación alguna. Le llevó varias horas recorrer la ciudad. Preguntó a mucha gente si habían visto a una mujer con un niño en un carro. Nadie sabía nada. Cómo habrían de saberlo: Robert se había llevado a su mujer de vuelta a su casa, la había secuestrado; iban en un carro un hombre de tamaño descomunal y una mujercita pequeña con un niño en brazos. Ella la buscaba en la ciudad mientras que ellos regresaban al pueblo. En el viaje de regreso Mary no había dicho nada, se mantuvo en silencio. Robert tampoco abrió la boca durante todo el trayecto. La sangre del labio de Mary se había secado. El corte había comenzado a cicatrizar. La mente de Mary no dejaba de pensar en el tiempo que había estado junto a Anna Rose. Durante todo ese tiempo se había sentido libre, incluso por momentos feliz, todo eso había desaparecido en un santiamén, pero el recuerdo estaba ahí. Ese no había desaparecido. Su mente se negaba a borrarlo. 

 

Llegaron bien entrada la noche. El pueblo estaba vacío, parecía desierto. Las calles estaban iluminadas por una inmensa luna llena. Un ligero viento levantaba algo de polvo de las arenosas calles. Se detuvieron delante de la puerta de la casa que les había pertenecido. El porche estaba sucio. Robert bajó del carro. Ordenó a su mujer que hiciese lo mismo. Ella obedeció sujetando al pequeño Jeremy entre sus brazos. Robert tocó la espalda de Mary en lo más parecido a una caricia que podía hacer. Mary arqueó la espalda rehuyendo el contacto de su mano con un gesto de asco que el hombre no vio. Robert hizo una mueca de resentimiento y ató el caballo.

 

—Mujer, abre l´puerta —le ordenó a Mary.

 

Mary se encogió levemente de hombros sin decir una sola palabra.

 

—¿No tiés l´llave?, ¿ ónde has vivío to este tiempo?

 

Mary guardó silencio. 

 

—¿Con quién has vivío, puta?

 

Mary no respondió. 

 

Robert lanzó una patada a la puerta de la casa y esta, con un estremecedor estruendo, se abrió dejando tras de sí una inmensa polvareda. Robert entró en la casa y tosió al respirar parte del polvo levantado. Mary se quedó en el umbral de la puerta. Era incapaz de atravesarla.

 

—¡’Ntra d’una jodía vez! —gritó desde el interior.

 

Mary temblaba.

 

—¡He dicho qu´entres!

 

Robert salió y agarró del brazo a Mary. Tiró de ella con tal fuerza que casi provocó que se cayera el niño. 

 

—Deja a’se jodío niño y limpia est´mierda —le dijo.

 

La casa estaba llena de polvo, polvo y telas de araña. Robert no podía contener su rabia: Mary no había vivido allí, eso era algo más que evidente. Buscó en el altillo de la cocina de la casa y sacó una botella de güisqui. La abrió y se la bebió de un trago sin respirar. «Al menos quean botellas —pensó mientras las contaba—. Con las qu´hay tengo bastante». Después golpeó una de las sillas de la cocina para sacudirle el polvo. Se sentó. Un silencio aterrador envolvió la casa. Mary dejó al niño en el suelo, en un rincón, cerca de la entrada. Se aseguró de que dormía. Abrió la puerta del mismo armario y sacó un paño. Se puso a limpiar. Al cabo de un rato Robert se quedó dormido. Comenzó a respirar profundamente. Mary siguió limpiando, pero en cuanto sintió que estaba dormido se acercó a comprobarlo. En la penumbra de la noche, con la miserable luz del farol de queroseno que Robert había encendido, Mary alargó la mano hacia la cara de Robert. Las sombras en la cara mostraban un rostro aterrador lleno de cicatrices que Mary desconocía. No llegó a tocarle. De repente, con un zarpazo, Robert sujetó la mano de Mary y la dobló. Mary se retorció y sintió un terrible dolor que intentó silenciar como pudo. El rostro de Robert se encendió iluminado por las llamas de la lámpara. Tenía los ojos cerrados. Mary se liberó porque Robert aflojó la presa. Mary le miró. Seguía dormido, seguía respirando profundamente. Mary se alejó de aquel monstruo. Recogió el trapo del suelo y siguió limpiando hasta que la casa estuvo decente. La lámpara de queroseno generaba extrañas sombras que se entremezclaban con las provocadas por la luz de la luna que penetraba a través de la única ventana de la vivienda. Mary se asomó a mirar. El pueblo seguía vacío. 

 

La mujer se acercó al niño y le besó en la frente. Lo levantó y lo abrazó. Lo llevó a la habitación y lo tumbó en el catre. Regresó al armario de donde Robert había sacado la botella y ella el trapo. Buscó y cogió una cuerda. Cerró la puerta con sumo cuidado. No quería hacer ruido. Cogió la otra silla de la cocina y la colocó debajo de una de las vigas de madera que se entrecruzaba bajo el techo. Se subió con la cuerda en la mano y la pasó alrededor de la viga. Hizo un nudo corredizo como los que su padre le había enseñado a hacer para atrapar animales cuando era pequeña. Se le escapó una lágrima y un suspiro. La ató a la puerta de la entrada. Se subió de nuevo a la silla y se colocó la soga alrededor del cuello. Le dio un pequeño empujón a la silla y quedó colgada por el cuello. Se estremeció unos instantes al percibir la tensión de la cuerda alrededor de su cuello. Murió tras unos silenciosos estertores finales. Robert no oyó nada, dormía. El niño también dormía. 

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA. 

Entre Dallas y Madrid a 17 de abril de 2025.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/