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domingo, 12 de febrero de 2017

La belleza robada.



Absolutamente toda mi vida. No recuerdo un instante en que no haya intentado encontrar la belleza y comprender su porqué y, seguramente por ese mismo motivo, no recuerdo un instante en el que no haya disfrutado verdaderamente de ella. La belleza para mí siempre lo ha sido todo. Me ha conmovido, me ha emocionado, me ha perturbado e inquietado. Recuerdo una vez en Florencia que, perdido entre las estrechas calles, arremetió contra mí la basílica de la Santa Croce. Hacía mucho frío, el aire del norte casi me cegaba los ojos y apenas me permitía caminar cuando se mostró ante mí inopinadamente, fue un arrebatador encuentro, no la esperaba, aunque sabía que terminaría encontrándome. Mi primera impresión fue casi dolorosa. No llevo bien las sorpresas, pero enseguida la visión de la plaza con la iglesia renacentista al fondo, proyectada por Arnolfo di Cambio en las postrimerías del siglo XIII y finalizada en el siglo XIX por Niccolò Matas, transmutó mis pensamientos. La iglesia franciscana pretendía competir con la Santa Maria Novella dominica auspiciada por la República florentina y por el propio pueblo, aunque entonces nadie sabía que años más tarde se convertiría en el panteón del ser humano que más se acercó a la creación de la belleza absoluta, recogería la tumba de un genio, la tumba de Michelangelo Buonarroti, regresando así, muerto, a su querida Florencia para descansar eternamente en un sepulcro diseñado por su amigo Giorgio Vasari y rodeado por las tres bellas artes que le absorbieron la vida e impregnaron toda su existencia: la arquitectura, la pintura y la escultura.

No pude evitar sentarme en un banco, como suponía que terminaría ocurriendo, y la pinté, escudriñé su fachada escrupulosamente buscando relaciones entre las esquinas, los pináculos, las ventanas, el rosetón, las puertas, intentando convertir en sencillas líneas una geometría que transmite paz, sosiego, quietud y placidez. No lo conseguí, como no lo conseguiría con la capilla Pazzi o el Duomo de Brunelleschi, con el Palazzo Vecchio, con la fachada de Santa Maria Novella, con el Mercato Nuovo o con el Ponte Vecchio, pero ya lo sabía y no me importaba, solo quería poseerla durante un instante, tenerla porque es hermosa, hacerla mía para alcanzar durante los escasos minutos en los que la construía en mi cuaderno la plenitud de su creación, la maravilla de su existencia. Así, en mi particular éxtasis, la poseí, la dominé, la controlé, la tuve y la contuve, la entendí y al hacerlo comprendí su belleza, conocí su belleza, atraje su belleza, pero solo por un momento, el tiempo que me llevó trazar con mi lápiz las líneas que le dieron cuerpo en mi papel. Al terminar, la belleza regresó al lugar que, en realidad, nunca había abandonado excepto en mi mente. Entonces, después de mirar mi dibujo, alcé nuevamente la vista para contemplar su realidad y ya no estaba. Había desaparecido. La gente que caminaba por la plaza parecía no darle importancia, pero era obvio que la basílica de la Santa Croce había sido sustituida por la nada. Me acerqué asombrado, asustado, subí las escaleras de acceso a la puerta principal dejando a la izquierda el monumento a Dante Alighieri y me asomé al vacío que ocupaba la superficie en la que descansaba la iglesia. Tenía sus mismas dimensiones, al menos eso deduje, y una profundidad que hacía parecer a ese hoyo un auténtico abismo. Concluí que el fondo se encontraba donde arrancaba la cimentación de la iglesia original. Era imposible bajar, aunque me hubiese encantado pasear por ese espacio ahora desangelado, seguramente más por morbo que por percibir alguna suerte de sensación especial. De repente fui consciente de que era el único que estaba asomado a pesar de que una multitud se congregaba en la plaza, turistas en su mayoría, tomando fotos, mirando planos y señalando en todas direcciones excepto hacia la entonces desaparecida basílica. Me asusté, no entendía qué estaba ocurriendo y salí huyendo casi a la carrera hasta que el entramado de calles hizo desaparecer de mi vista la visión de lo desaparecido, paradojas del lenguaje.

Llegué a una bocacalle desde la que se veía la catedral de Santa Maria del Fiore, con la imponente presencia del Duomo y, ya con el resuello recuperado, decidí dibujarla para tranquilizarme. Ocurrió exactamente lo mismo, desapareció una vez hube terminado de reflejar en el papel aquello que mis ojos habían captado. Me acerqué a la plaza y, tal y como me pareció, la catedral había desaparecido, allí estaba, sin embargo, el Campanille de Giotto y el Battisterio di San Giovanni. Un tremendo agujero ocupaba el centro de la plaza sin que a nadie pareciera importarle. Hui nuevamente, no quería que nadie me viese intranquilo frente a ese colosal vacío y llegué a la Piazza della Signoria donde aconteció exactamente lo mismo con el Palazzo Vecchio, y después con el Mercato Nuovo, la Iglesia de Santa Maria Novella y su fachada batistiana, e incluso el puente Vecchio. Me detuve. Dejé de dibujar. No daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Todo aquello que reflejaba en las hojas de mi cuaderno desaparecía. Lo cogí, lo abrí, lo miré por delante, por detrás, era un cuaderno normal, acababa de comprarlo en una pequeña tienda que vi cerca de la Via Giuseppe Verdi. La señora que me atendió me dijo que era un librillo muy especial, al menos eso le entendí con mi escaso conocimiento de italiano, pero cómo iba a imaginar que podría referirse a eso. Entonces decidí regresar allí y preguntarle a la mujer qué era lo que estaba pasando. Encontré nuevamente la tienda y crucé el umbral. Un señor con gafas me atendió amablemente. «Aquí no hay ninguna señora», me dijo en español al reconocer mi terrible acento italiano.

—Tengo esta tienda desde que llegué de Madrid hace más de treinta años y nunca ha trabajado aquí ninguna mujer.

—Pero eso es imposible —le dije—, acabo de comprarlo aquí.

—Mira, aquí ni siquiera se venden libretas. Solo tengo recuerdos de la ciudad.


Así era, salí de la tienda cabizbajo, desesperado. Caminé hasta llegar a la orilla del río Arno. Me asomé hacia el oeste donde no hacía mucho tiempo se encontraba el famoso puente Vecchio y ahora se podía ver el río más allá con el puente de Santa Trinita. Decidí lanzar mi cuaderno al agua y deshacerme de él. Pensé que, si alguien se daba cuenta de la desaparición de toda aquella belleza y llegaba a mí, tal vez, me pidieran explicaciones que no podría dar. Vi cómo se arremolinaban las aguas alrededor de la libreta y contemplé cómo se hundían mis dibujos. Lloré al imaginar que la belleza objetiva de todo aquello que había pintado me había pertenecido durante unas pocas horas y ahora se había perdido, tal vez para siempre, sin embargo, al enjugarme los ojos y levantar nuevamente la vista, comprobé que el Puente Vecchio estaba allí de nuevo con su belleza, con su magnanimidad, con su historia. La belleza seguiría existiendo, la belleza seguiría conmoviendo y emocionando, aunque no encontrase explicación.







Imágenes: Dibujos del autor.


En Florencia a 10 de febrero de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera