El mandil a cuadros.



El fuego del hornillo calienta el aceite de la cazuela esmaltada. Solo tiene un pequeño desconchón en la boca que deja a la vista el hierro, todavía sin oxidar. Diez o doce patatas sobre la mesa de madera están peladas y troceadas en juliana, listas para ser fritas. Un poco de ajo y cebolla se rinde en una olla alta a la espera del apio, el puerro y el pimiento para preparar un sofrito que dará sabor al cocido de lentejas; filetes de lomo serán el segundo plato. La chimenea da fuego a todos los utensilios que una mujer, serena y prudente, maneja con soltura. Prepara la comida para hijos y nietos: seis, ocho o diez, según quien venga, según quien visite, según quien se presente. La mesa es grande y caben todos esos y más. De pequeña se vio obligada a llevar una casa y ahora que la casa es suya no le hace falta nadie para llevarla. Ella se basta para limpiar, para cocinar, para lavar, y la vejez no mella su empeño, la vejez no le da descanso. Es ley de vida, de su vida, nació trabajando y trabajando se irá. Es dura como la piedra, disimula su amor, pero no puede evitar los besos y los abrazos a los más pequeños cuando nadie mira, cuando nadie la observa. Coge a los que corretean a su alrededor y los sienta en su regazo apoyados sobre su eterno mandil a cuadros y les acaricia mientras el aceite rompe a hervir. Entonces los deja nuevamente en el suelo para que sigan con sus juegos o los manda a por el pan, las barras necesarias porque nunca se tira nada, dándoles una moneda.

La ventana de la cocina está abierta de par en par. Abre la puerta de duelas de madera pintada de azul verdoso donde una gatera se mantiene cerrada mientras ella cocina. Sale al patio, a recoger la ropa tendida y ahora ya seca, la colada la preparó justo después del desayuno, cuando todos se fueron, unos a trabajar, como si lo que ella hiciera no fuera trabajo, otros a jugar, eso sí que no es lo que ella hace. La plancha y la dobla, la guarda en su sitio. Está ya lista para que aquellos que la ensuciaron puedan mancharla de nuevo. El olor que emana de la cocina la invita a entrar de nuevo. Nada se quema allí. Llega justo a tiempo para terminar los preparativos. Hoy toca comida familiar. Hoy vienen todos, se dice dejando escapar una sonrisa. El mantel de la mesa está ya colocado y la ensalada de tomates frescos, lista. Una jarra de barro recibe el agua fresca del botijo como un regalo.

El sol no perdona su castigo estival al mediodía y los niños entran a la llamada de la abuela. El zaguán, con la puerta entreabierta, les recibe con su frescor conservado entre las paredes de tapial y el suelo de barro cocido. A comer, dice empujándose las gafas con el revés de la mano sobre su breve nariz.  No hace falta que lo diga porque ya todos lo saben, bien les enseñó, todos los nietos, primos entre ellos, deben lavarse las manos antes de acercarse a la mesa. Primero comerán los críos, sus nietos, luego los adultos, hijos de la mujer, cuando lleguen, que a ellos les toca traer el dinero, a los niños, solo las risas. Sin embargo, todos tendrán la comida caliente, sortilegios de las mujeres.

Un mandado antes de sentarse a la mesa para el mayor. Sube al doblado, allí lo encontrarás. La puerta de acceso, al final de unas escaleras estrechas cuyos peldaños están revestidos de una torta de barro fisurada por el tiempo, es bajita, pero no obliga al niño a agacharse, todavía no se estiró su cuerpo lo suficiente. La abre y un mundo secreto de fantasías se abre bajo la cubierta de palos entre cuyas juntas se filtra algo de luz polvorienta que permite entrever lo que allí guarda la abuela. El calor se hace presente de inmediato, pero el niño no suda, viene de correr en la calle donde el sol atiza impune. Busca la bolsa que le pidió la abuela y, sin saber qué contiene, la baja inmediatamente, no sin antes comprobar que los duendes y hadas siguen escondidos en su sitio. Gracias, le dice la mujer, la abuela, cuando le entrega la bolsa. Siéntate, le indica con tanto amor que rompería a llorar de la emoción si el entonces niño comprendiera qué significa eso. La mesa es bulliciosa, pero no hay gritos, la de los mayores guardará un respetuoso silencio porque ya los niños sestearán. Cómete eso, No dejes nada, Bebe un poco de agua, No te atragantes, Ahí está la fruta, Límpiate la boca, Coge bien el tenedor, Siéntate, Todavía no has terminado, esas son las frases que dice, esas son las palabras con las que los controla, con las que los educa, todas ellas dicen cuánto quiere a sus nietos por más que los nietos no coman, dejen comida en el plato, no se beban el agua, se atraganten, dejen la fruta, no se limpien la boca, cojan mal los cubiertos y se levanten sin terminar.

Ahora toca descansar, no siempre hay encuentro entre niños y mayores, entre nietos e hijos, depende del retraso de la hora de salida del trabajo o del cansancio provocado por los juegos callejeros, pero siempre, eso sí, aguardan los colchones en el fresco suelo de la habitación oscura donde, tras las risas y chanzas iniciales, solo se oyen profundas respiraciones infantiles. La tarde espera y la mujer solo ha tenido un breve descanso en su hamaca, esa que coloca en el zaguán para poder vigilar, a través de la puerta ligeramente abierta, qué ocurre en la calle que es el mundo.

La merienda de sandía de los pequeños y el bar de los mayores es un sencillo café para la mujer. Después, aprovechando el sol eterno, vienen los juegos en la casa abandonada del erial, o en el río, o en la plaza, o en la propia calle, donde más le gusta a ella porque oye a sus niños y sabe si están bien. Acerca una silla a la ventana que da a la calleja y afina su duro oído para captar las conversaciones de los chiquillos. Sonríe, aunque nadie lo sepa. Es su ocio, su descanso. Luego toca la cena, ya mucho dejó preparado a mediodía y es poco el esfuerzo que le queda, aun así, son muchas las horas de cocina y fregadero que soporta su espalda, muchos los litros de agua y lejía que pasaron por sus manos, y muchas las horas de rodilla jabonando y restregando, pero para ella no existe el cansancio.

Tarda la noche en refrescar porque fue mucho lo que le costó someter al sol. Ya los niños duermen, también los mayores. Ella, sin embargo, reposa despierta en su camastro, sola. Tiene los ojos abiertos, aunque no pretende ver. Coge su pañuelo del bolsillo del mandil a cuadros que cada noche deja en la silla que hace las veces de galán y se enjuga las lágrimas que surcan sus arrugas: recuerda. Sabe que se tiene que ir. Lo sabe.


A mi abuela Isabel, que se fue el 2 de enero de 2017.


Imagen: www.anteayer.es


En Mérida a 6 de enero de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

4 comentarios:

  1. Me han venido olores de esa casa antigua de la calle Bodegas... gracias primo por este pequeño viaje en el tiempo y saborear por un momento su compañía.

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  2. Ruben, desde luego has descrito a mi madre con el mandil a cuadro que siempre llevaba puesto estando en casa, como dice tu primo Jesus, me han venido hasta los "olores" de esa epoca que tu no pudistes conocer en profundidad tambien has descrito el doblado, casi sin haberlo visto, la verdad me has emocionado y me has llevado casi a mi "infancia" Un beso fuerte y gracias por haberle dedicado a mi madre este pequeño homenaje, que creo ha sido el unico que en su sufrida vida ha tenido.Un abrazo.

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  3. Rubén, gracias por refrescarme unas imágenes que a veces se quedan difuminadas en el recuerdo, aunque ahora en estos días los recuerdos se hacen más presente en mi memoria. Gracias Rubén! Un abrazo.

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  4. Rubén, Isabel fue eso y mucho más, mujer discreta y serena. En la vida que le tocó vivir desde una edad muy temprana tuvo que encajar los golpes que la vida le fue dando pero siempre sacó fuerzas para seguir adelante. Efectivamente Rubén, vosotros sus nietos fuisteis una alegría en su vida, yo cuando la recuerdo en estos pocos días que ya no está con nosotros quiero recordarla con la imagen de sus nietos, ella era feliz con vosotros y fuisteis una ilusión en su vida. Tengo muchas imágenes de ella pero quiero quedarme con una, la de mi hijo Gonzalo, cuando con 70 años lo recogía del colegio y de la mano lo llevava a casa para darle de comer ( Gonzalo tenía 3 años) hasta que llegaba su hija del trabajo. Inocente Montero

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