Cherrapunji, el puente vivo.



Un día más llovía. Cherrapunji, ciudad denominaba Sohra por sus habitantes, se encuentra en la región de Meghalaya, en la India más oriental, sobre una meseta elevada, con una altura media cercana a 1.500 m, ubicada al norte de las llanuras de Bangladesh. Es una de las localizaciones más húmedas del mundo (a pesar de lo cual sufre graves carestías de agua potable obligando a sus vecinos a recorrer largas distancias para obtener tan preciado bien) con altas precipitaciones provenientes de los monzones estivales cuyas nubes golpean las colinas Khasi donde una orografía de valles escarpados transporta el agua hasta confluir en esta población. Estas lluvias torrenciales, junto con la irresponsable deforestación del hombre, han esquilmado el suelo y provoca que una suerte de ríos que se entrecruzan dificulten las comunicaciones en la región con grandes avenidas de agua que impiden la construcción de las infraestructuras necesarias para permitir el tránsito de sus habitantes. Sin embargo, en esta pequeña localidad, algunos de sus habitantes han sido pacientes y han sabido escuchar y aprender de la naturaleza ayudándose de ella para resolver algunos de sus problemas.

Las raíces colgantes del árbol Banyan, perteneciente a la especie ficus elastica que crece exuberante a la orilla de los ríos de esta región, son muy flexibles y se extienden a lo largo del empobrecido terreno y flotando en el agua a la búsqueda del más mínimo estrato de suelo donde afirmarse para poder soportar su propio peso. Es un árbol muy resistente a las lluvias torrenciales precisamente debido a que sus raíces se extienden alrededor del tronco ocupando una gran superficie.

Siguiendo la tradición que se transmite oralmente de generación en generación, los habitantes de Cherrapunji se ayudan de sogas y troncos para dirigir el crecimiento de las raíces de estos árboles hasta que alcanzan la orilla opuesta donde se introducen en el codiciado suelo para fijarse y crear un entramado que se consolida y fortalece con los años, conformando un puente natural que es utilizado cotidianamente por sus ciudadanos. En ocasiones, las raíces (de hasta 30 cm de diámetro) de dos árboles se entrelazan para la creación de estos puentes que se complementan con barandillas de protección, que funcionan como asideros para los usuarios, y piedras colocadas en el tablero del puente para tapar los agujeros que el esqueleto de raíces va construyendo.

El tiempo que estos puentes tarda en autoconstruirse, tutelados por el hombre, es de 10 a 15 años, y pueden perdurar hasta los 500 ó 600 años. Son un maravilloso ejemplo de bioconstrucción y de perfecta simbiosis del ser humano con la naturaleza. Resulta sumamente sugerente comprobar cómo no ha sido necesaria la utilización de carísimos sistemas constructivos, ni de materiales de última generación que producen elevadas huellas de carbono, ni sofisticadas técnicas de cálculo para conseguir salvar luces de hasta treinta metros que permiten el uso simultáneo de esta infraestructura por numerosas personas durante años y años. La bioingeniería natural ha superado en numerosas ocasiones la capacidad tecnológica del ser humano, esta es una de ellas, aunque, tal vez, deberíamos decir que el ser humano, con toda su capacidad intelectual, no ha sido capaz de interpretar y utilizar convenientemente los medios que la naturaleza ponía a su alcance para resolver, de forma responsable con el entorno, los problemas de adaptación a los que se tenía que enfrentar.

Imagen: blogs.lainformacion.com

Plasencia a 10 de agosto de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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