Lo siento, soy arquitecto.

Un pequeño edificio de oficinas en una perdida calle de una ciudad no muy grande alberga un despacho profesional que consta de un minúsculo recibidor y una habitación anexa algo más grande divida en dos por una mampara plegable. El aseo se comparte entre los inquilinos de la planta, está al final del pasillo de acceso desde el núcleo de comunicaciones, junto al ascensor. La única habitación del despacho en la que se atiende a los clientes tiene colgado en la pared lateral, frente al gran ventanal desde el que se puede observar un complejo residencial gris, el título universitario obtenido hace mucho tiempo del profesional que trabaja, mal que bien, autónomamente. Junto al título se encuentra al menos otra docena más correspondientes a cursos de especialización, másteres, formación variada, etcétera, realizados en prestigiosas universidades nacionales e internacionales, pero llama la atención un cuadro que contiene un texto enmarcado con perfil de aluminio negro que recoge una frase del antiguo Anteproyecto de Ley de Servicios Profesionales, extraído del título preliminar, que posteriormente se incorporó al Decreto-Ley que promulgó gobierno bajo el mismo epígrafe, y que reza: “garantizar el libre acceso a las actividades profesionales y su libre ejercicio para desarrollar el derecho a la libre elección de profesión u oficio en defensa del interés general y estableciendo condiciones de libre competencia”.

El texto resume, utilizando literalmente las palabras correspondientes al artículo 1 en sus apartados 1 y 2, la filosofía del que fue anteproyecto de ley y que posteriormente se convirtió en ley. Se trata de una frase con poca gracia literaria, aunque sin demasiada rimbombancia jurídica, pero que parecía anticipar una evidente mejora en las prestaciones de servicios profesionales necesarias en el país, que desgraciadamente se convirtió en un duelo constante de irresponsabilidades.

El portal del edificio estaba lleno de rótulos sin orden ni concierto que anunciaban distintos servicios que se prestaban entre los profesionales que tenían alquilado algún despacho en las ocho plantas del inmueble. Una pareja venía buscando asesoramiento para iniciar el proyecto de su futura casa, la que sería el hogar de su vida y donde quería terminar de formar su familia abandonando lo que era para ellos su pequeño –por más cariño que pudieran tenerle- cuchitril. Siguiendo las indicaciones de un amigo llegaron al edificio y subieron a la planta tercera, despacho veintiuno. Llamaron a la puerta, que estaba entreabierta, y tras unos instantes que terminaron con una conversación telefónica que se mal oía en el interior, llegó a la puerta un señor de unos cincuenta años que les invitó amablemente a entrar. Siéntense aquí un instante. Les ofreció el pequeño sofá encastrado entre las paredes con una minúscula mesa de cristal a los pies vacía, sin revistas. El señor se retiró al despacho contiguo y al poco reapareció invitándoles a entrar en su despacho y sentarse en sendas sillas confidentes, que flanqueaban la moderna mesa de vidrio y acero que ocupaba gran parte de la habitación. Después de las obligada presentaciones iniciaron una conversación:

- ¿Qué desean?
- Pues, verá, un amigo nos recomendó que viniésemos porque tenemos en mente realizar un pequeño proyecto.  
- Díganme.
- Mire, hemos heredado una parcela cerca de la ciudad y estábamos pensando hacer allí nuestra casa, queríamos alguien sensible y comprometido con el proyecto, que lo disfrute verdaderamente para que consigamos un resultado maravilloso y del que se pueda usted sentir orgullo.- La pareja entrelazó sus manos cuando el marido pronunció esta frase, al tiempo que su interlocutor realizaba una mueca de extrañeza que los enamorados no parecieron percibir.
- Disculpen, pero creo que se ha producido un pequeño error. Lo siento, soy arquitecto. No me dedico a hacer casas. Esto es una pequeña consulta donde realizo implantes dentales. Tal vez no han tenido la oportunidad de ver el anuncio del portal.
- ¿Cómo dice?
- Sí, les digo que no me dedico a hacer edificios, soy arquitecto, pero dejé esa profesión hace tiempo. Seguramente su amigo le indicó este edificio, pero no les daría mi referencia. Si quieren les acompaño, en esta misma planta hay una compañera que sí se dedica a estas cuestiones. Creo que su titulación es enfermería, pero está muy bien preparada, créanme, pueden confiar en ella.



Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 6 de julio de 2013.

1 comentario:

  1. Hacia tiempo que no veia un artículo tan absurdo, deje usted de engañar al público, y diga la verdad, como que los colegios profesionales atentan contra los derechos de los consumidores protegiendose de su zona de confort, vagancia y holgazaneria que contagian a sus colegiados por una obligación económica/confiscatoria heredada del sindicalismo amarillo franquista.

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