Eufemismo, circunloquio, perífrasis, embozo, ambages, giro, ambigüedad,
indirecta o disfraz constituyen todos ellos instrumentos que, en bocas sabias y
doctas en el arte de la dialéctica, capacitan a quienes estas figuras utilizan
para significarse en conceptos que, francos, resultarían malsonantes,
angustiantes y quebradores del ánimo, con la utilización de palabras conjugadas
engañosamente para, llegados al caso, no poder ser desmentidos si se acusa de
falsedad, ni, en el extremo opuesto, poder ser tildado de falso si la
inculpación es por ocultación.
Estas palabras escupidas a diestro y siniestro por bocas, merecedoras en
mi opinión de pasar a ser miembros de la Real Academia de la Lengua por su
precisa imprecisa utilización del lenguaje y creación de nuevos recursos
literarios, deberían tomar en consideración al otro agente importante,
imprescindible si me lo permitiesen, que interviene en el proceso comunicativo,
que no es otro sino el oyente destinatario del mensaje. En un contexto determinado
no existe comunicación sin la presencia de un transmisor, dominador en este
caso de los recursos más dolosos del lenguaje, para emitir un mensaje suave o
decoroso a sus oídos cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante
(véase aquí la definición de eufemismo, transcrita en su literalidad). Parecen
olvidar, sin embargo, estos ilustrados manipuladores del verbo que la necesaria
intervención del destinatario es indispensable, como digo, y que resulta
obligado por parte de este último el conocimiento de ese lenguaje para poder
interpretar correctamente el mensaje.
Como quiera que los destinatarios de los
numerosos recados que mandan esos de alegre verborrea son múltiples y variados,
no parecen caer en la cuenta de que, tal vez, solo tal vez, alguno de estos
destinatarios conozcan o conozcamos estas figuras, aunque por descontado no las
dominen o dominemos con la soltura y maestría que ellos lo hacen, y puede ser
que, tal vez, solo tal vez, semejante retahíla de diatribas proferida por estos
patrañeros pueda resultar ofensiva, hiriente y cabreante hasta la exasperación, de manera que aquellos que no
tengan el recurso de los medios para contestar en su mismo lenguaje, deban
valerse de otras figuras, al margen de las literarias, para manifestar su
desencanto, para hacerse entender. No les extrañe pues, que la sistemática
falta de respeto con la que nuestros queridos políticos profesan hipócritamente
su charlatanería, disfrazando verdades en los recovecos que nuestro maravilloso
lenguaje permite, termine por generar incontrolables niveles de rabia y furor
ante la impotencia que supone no tener la posibilidad de dejarse oír.
Humildemente aconsejo a quienes se dedican a emitir este tipo de mensajes en un
contexto concreto como es el político que lo hagan utilizando el lenguaje más
apropiado al destinatario, sin recurrir a figuras retóricas, máxime cuando el
destinatario es el conjunto de la ciudadanía y quienes lo emiten son los
eufemísticos políticos aquejados de una grave y crónica sordera acompañada por
otra, no menos grave, ceguera permanente.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 19 de abril de 2013.