Europa, I República Bananera.


Los políticos que representan los intereses de los ciudadanos de sus respectivos países -o de  quién sabe quiénes- toman decisiones en el Parlamento Europeo que son capaces de desdecir -sin el más mínimo pudor- instantes después: literalmente instantes. En muchas otras ocasiones estos señores, sometidos a inconcebibles presiones, tienen la osadía de anteponer directamente los intereses económicos de unos pocos a los derechos de millones de ciudadanos en la, supuestamente, más avanzada sociedad del mundo desarrollado –de los países subdesarrollados mejor no hablar-, constituyendo una declaración expresa y explícita de guerra, económica, contra quienes sufrimos semejante e inmerecida, por cuanto no es consecuencia directa de nuestro comportamiento, afrenta beligerante.

Estas decisiones, tomadas con la connivencia –o mandato- de quienes se enriquecieron valiéndose de la confianza del ciudadano y aún a sabiendas del riesgo que le hacían correr, como consecuencia de la desmesurada generación de deuda ficticia que se creaba, nos llevan irremediablemente al abismo, al colapso, provocan la desaparición de la estructura social -soporte de la ciudadanía- y generan de un nivel de pobreza inhumana que nos retrotraerá en el tiempo a finales del siglo XVIII, viéndonos obligados a recorrer nuevamente un doloroso camino de recuperación de derechos sociales que solo se obtuvo con sangre y sufrimiento; siempre y cuando, claro está, el, espero, pobre conocimiento de la historia por parte de los incompetentes dirigentes permita, aunque solo sea de soslayo, esquivar las trabas que en nuestro camino no dejarán de colocar.

Este batiburrillo económico y legislativo en que se ha convertido la renombrada Europa, I República Bananera, demuestra la incapacidad de los “nuestros” dirigentes quienes, sometidos al yugo monetario, no dudan en anteponer al bienestar de la población, los intereses económicos de unos pocos, valedores indiscutibles de términos tales como usura, embaucamiento, trapacería y mentira. Sin embargo, estos privilegiados se beneficiarán, con limosnas a los políticos y con discursos amedrentadores, intimidantes y tergiversadores, de la necesidad de resolver ese grave problema que ellos crearon con el esfuerzo de todos; puesto que, eso sí, todos hemos conjuntado las consecuencias de sus actos y nos obligan injustamente a pagar por ello, aunque se pretenda disfrazar -dentro de esa manipuladora dialéctica- de solidaridad, esfuerzo y compromiso de todos con toda la sociedad. La auténtica realidad es que ese denuedo será solo y exclusivamente costeado, y no solo en términos económicos, por todos nosotros, sin paliativos, durante las generaciones venideras.

En mi humilde opinión, gran parte del problema surge –ya que parece imposible por ahora darle la vuelta al sistema- en el “acto de creación” del político, y digo creación, porque el político, antes de serlo, es una persona más o menos normal y corriente, a pesar de que algunos se transforman a edades cada vez más tempranas. En este sentido sostengo que los políticos, cuando toman posesión de su cargo, reciben -sin que lleguen a darse cuenta, o tal vez sí- una dosis prácticamente letal de un virus inoculado por vía sanguínea que les vuelve literalmente idiotas. Algunos, muy pocos, la verdad, consiguen, antes de que los efectos de dicha infección sean irreversibles, suministrarse –ya que solo puede hacerse de forma individual- un milagroso y rarísimo antídoto. Para el resto, el proceso invariablemente les provocará continuas sensaciones de superioridad, soberbia, megalomanía, menosprecio por los demás, se creerán más poderosos que nadie, malversarán, prevaricarán y no verán más allá de lo que la punta de sus narices les marque. Se dejarán querer por los más variopintos amiguitos del alma -de los que recibirán grandilocuentes lamidas de culo que abrazarán con idéntico deleite y fruición-, aunque en realidad estos amiguitos solo pretendan beneficiarse de ellos a cambio de insignificantes –o no-, pero siempre repugnantes prebendas económicas, para, posteriormente, cuando sea necesario, poder chantajearles, someterles o manipularles, salvaguardando sus esforzados traseros y embadurnando de gran cantidad de deyecciones a esos mismos políticos, que se convierten en meras marionetas de estos poderes fácticos, entre los que destaca a la cabeza y aventajando por varios cuerpos a los demás, el poder económico, que ha extendido sus redes por doquier.

Se trata por tanto de una cuestión de dignidad, de humildad, de trabajo, de responsabilidad, de compromiso. Estos son los ingredientes de la vacuna que los políticos deben inyectarse a sí mismos cuando reciben de los ciudadanos el cargo por el que fueron elegidos y que ostentan en representación del pueblo. Son precisamente esos valores los que permitirán que los políticos, independientemente de la escala en la que trabaje cada cual, puedan llegar a ser considerados como estadistas y no como dirigentes de esas republicas bananeras de las que, en ocasiones, graciosamente nos burlamos sin apreciar que nosotros mismos también nos hemos convertido en eso y no solo como ciudad, comunidad o nación, sino también como conjunto de naciones, como Europa.





Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 22 de marzo de 2013

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