Se le fue la vida.


De pie. Alto y erguido, orgulloso y recio, pero conciliador y sonriente. Traje sastre de tweed con pantalón de pinza recto y talle alto, chaqueta cruzada abierta y chaleco abrochado, camisa blanca con sobrecuello y fina corbata negra. Cabello lacio peinado firmemente hacia atrás que deja a la vista una hermosa frente sobria. Zapatos brunos, lustrosos. La mano izquierda entreabre una puerta enmarcada con jambas y dintel color caoba; agarra firmemente la manilla de bronce y la luz comienza a invadir la estancia que, sin embargo, parece exterior por la deslumbrante luminosidad que se refleja en su rostro feliz. La mano derecha, caída, pero levemente acomodada sobre el costado, acompasando al cuerpo girado en ademán de traspasar el marco, sujeta un cigarrillo entero y apagado. Sus ojos, pequeños, vivaces, te miran; están tranquilos. Esconde sus gafas en el bolsillo del chaleco, pero eso no le impide ver con nitidez, ahora no le hacen falta, ahora no le hace falta nada. Un fino bigote negro acaricia, bajo la afilada nariz, el menudo labio superior y la comisura se levanta sutilmente, su cara irradia alegría.

A su derecha una gran mesa de madera acoge cientos de folios timbrados, manuscritos con una pluma nacarada que descansa seca entre legajos cosidos con buril y tiento engrasado. Miles de nombres rellenan los volúmenes, vivos, muertos; todos brotaron de su gruesa mano, llena de sabañones en invierno y delatada por la mancha de tinta azul que, indeleble, señala su pulgar, ese que ahora pinza el pitillo. Detrás de la mesa, un confortable sillón giratorio con el respaldo acolchado, tapizado en cuero desgastado y deformado por largas e incansables horas de trabajo. Sus ruedas no giran más.

A su izquierda, un antiguo proyector de cine estropeado está rodeado por numerosos rollos de películas en blanco y negro. Las latas que las albergan, destapadas, descansan en el suelo enterradas entre entradas a sesiones ya taladradas. Una pequeña taquilla con la puerta abierta permite ver una gabardina desgastada color crudo que ha soportado muchas noches oscuras de lluvia. Bajo ella, perfectamente doblada, exquisitamente planchada, una bata azul con el nombre cosido en la solapa y sus iniciales, doradas sobre el estampado azul, en el dobladillo del bolsillo camisero, bien visibles, JSP.

Tras la puerta se vislumbra una silueta de mujer, oscurecida por la intensa luz de fondo, con las manos extendidas, esperando pacientemente. Su rostro, invisible a nosotros, sonríe felizmente. El encuentro es cuestión de instantes, al aguardo de la despedida de esa vida que se le fue, pero qué importan unos segundos cuando queda toda la eternidad, cuando queda toda su eternidad.


Este es mi recuerdo para mi abuelo, José Soriano, fallecido el 16 de enero de 2013.

Mérida a 18 de enero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano. 

2 comentarios:

  1. Bello, elegante y sutilmente entrañable, Rubén.

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    1. Muchas gracias, este es uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi abuelo. Mi particular homenaje a un gran hombre...

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