Ayer estuve en la manifestación de Madrid del 25 de
septiembre. Era la primera vez que iba a una. No será la última a la que
asista.
Fui con un compañero mío del trabajo, laboral
contratado, no funcionario como yo, que acababa de ser despedido y sentía que
solo podía aliviar algo su frustración protestando contra la clase política, no
especialmente la que se reunía en Madrid en el Congreso, podría haber sido la
de Andalucía, la de Valencia o la de Cataluña, poco importaba, se trataba de protestar
contra quienes dicen representarnos y olvidan que la democracia no es un acto
que se resuelva en una votación cada cuatro años.
Su indignación era también la mía, ambos sabíamos
que no encontraría trabajo aquí, en España, y que seguramente solo le quedaría
emigrar, mientras una pandilla de ciegos gastaba nuestro dinero recortando
servicios para pagar una deuda que nosotros no contrajimos como consecuencia de
su megalomanía, la de politicuchos
del tres al cuarto que discuten alternando voces y aplausos, pero, eso sí,
respetando escrupulosamente los tiempos de cada cual, jactándose de llamarse
demócratas y recordándonos sistemáticamente lo mal que estuvimos hace mucho y
la herencia recibida hace poco.
Cuando llegamos al entorno del Congreso vimos un cordón
policial que impresionaba. No me preocupé más allá de la sensación extraña que
en mí produjo tamaño despliegue. - Aquí
no va a pasar nada, no entiendo para qué tanta gente.- En realidad hubo un
momento en que se produjo un silencio estremecedor; fue cuando entró en
contacto visual el grupo de manifestantes y la policía. Parecíamos dos
ejércitos midiendo nuestras fuerzas, plantados cara a cara, separados por una
distancia prudencial, de seguridad. Pronto empezaron los cánticos. A pesar de
que quienes me conocen saben que soy tranquilo, no pude evitar la sensación de
tensión que me produjo la inmediata subida de adrenalina contagiada por el
fervor de la multitud.
Mi amigo me dio un codazo y me dijo que mirase a la
derecha, - menuda pinta tiene ese chaval ,
¿no?- Tenía el pelo largo y una camiseta de tirantes color negro con alguna
suerte de diablo pintado en ella. Una chaqueta de cuero le caía por los hombros
y los pantalones igualmente caídos mostraban su ropa interior.- Hombre,- le respondí- no pensabas que iban a venir millonarios
enchaquetados, ¿no? – Su risa asintiendo dio por zanjada la conversación y
nos sumamos a las proclamas contra los políticos. Yo, que tengo por costumbre
fijarme en todo, comprobé que había gente con cascos y no me refiero solo a los
policías y a muchos periodistas; vi también a manifestantes que incluso
llevaban mochilas colgadas al pecho. Al principio pensé que no era muy lógico
ir a una manifestación con mochila, pero en fin, vendría de la universidad,
imaginé; luego me di cuenta de que era una protección. Recuerdo incluso haber
visto una chica que se quitó la camiseta y enseñó los pechos, no veía bien qué
llevaba escrito, porque estaba muy lejos, pero es seguro que tuvo gran éxito.
Enseguida desapareció y no volví a verla.
La manifestación, como si de una marea se tratase,
comenzó a moverse al unísono acercándose a la policía. La distancia era apenas
diez o quince metros cuando la gente se sentó, yo con ellos, y levantó las
manos enseñándoselas a la policía mientras proseguían los gritos.
No sé bien cuándo comenzó todo. Desconozco si entre
los manifestantes alguien lanzó algo contra la policía o la suma cercanía al
cordón encendió los ánimos de los miembros del cuerpo de seguridad hasta el
punto de iniciar una carga contra nosotros. Nos arrollaron, nos embistieron,
nos pisotearon. Si una piedra, una botella o un palo lanzado desde donde nosotros
estábamos provocó semejante avalancha, ésta fue claramente desproporcionada
porque no se lanzó más que una piedra, una botella o un palo. Cuando
la policía frenó el ataque, el chaval de pelo largo que seguía a mi lado y que
como yo había sido pisoteado, tenía la nariz partida y sangraba abundantemente.
Yo, por suerte, estaba bien, como mi amigo. Tras preguntarnos sobre lo que
había pasado, nos pusimos en pie y ayudamos al chaval a retirarse un poco, pero
éste no quería y se acercó a un periodista para mostrarle su sangre. El ambiente
había pasado de ser festivo y reivindicativo a violento y enrarecido. Las proclamas
fueron sustituidos por insultos contra la policía, cientos, miles, a cual más
cruel. De repente me sorprendí a mí mismo arrastrado por la rabia de la caterva
insultándoles como el que más, con desenfreno. La pasión y el odio se había
instalado en todos los que habíamos sufrido el embiste, pero retomamos la
marcha hacia la policía, que ya había recuperado su posición. No fuimos
conscientes del peligro real porque ahora los objetos que eran lanzados eran mucho
más numerosos y la paciencia de la policía mucho menor. Nos acercamos hasta
casi tocarles, volvimos a sentarnos e inmediatamente después realizaron otra
carga, pero en esta ocasión los golpes con las porras pretendían claramente
dividir a los manifestantes y tomar a unos pocos para su detención. Uno de
ellos fue mi amigo al que agarraron por la solapa y tiraron de él hacia atrás
como si de una presa capturada por un perro rabioso se tratase, llevándolo hacia
los furgones policiales. En el acarreo otro policía no cesaba de aporrearle
brazos y piernas. Estaba sorprendido, aturdido, me sentía impotente y decidí
salirme de la manifestación y acercarme a la policía para ayudarle, pero de una
forma menos directa, bordeé un edificio del dieciocho y me aproximé a las
vallas tras las que se encontraba la policía. Me agarraron y fui zarandeado por
un par de ellos que tuvieron la decencia de no golpearme en un primer momento.
No sé qué vieron en mí, llevaba unos vaqueros y una camisa de manga larga
porque hacía algo de frío. Uno me pidió que me identificase,
inocentemente le dije mi nombre, -Juan
Olvidado, vengo a buscar a un amigo que no ha hecho nada,- casi le grité
intentando que me soltase. –Venga
estúpido, su deneí, inmediatamente.- Procuré mirarle a los ojos tras la
visera del casco, pero apenas se entreveían y le respondí, -oiga, no me llame estúpido.- En ese
momento me cruzó, literalmente, la cara. El sabor metálico de la sangre
corriendo por mis labios me hizo ponerme nervioso, casi descompuesto, mi
primera reacción fue defenderme, la sangre bombeada golpeaba mis sienes,
parecía que el corazón iba a salírseme del pecho. Conseguí recomponerme a duras
penas a pesar de que los golpes prosiguieron entre mis bastas y socorros, hasta
que otro policía les tranquilizó. Entonces me di cuenta de que estaba de
rodillas, suplicando, pidiendo perdón y que parasen. Me alzaron. Me había
orinado. Volvieron a pedirme el DNI y como buenamente pude lo saqué de mi
cartera para dárselo, se me cayó. Las lágrimas ensombrecían mis ojos y apenas
podía ver dónde estaba el maldito carné. Me empujaron hacia abajo para que lo
recogiese hasta que lo localicé y se lo entregué. Tomaron nota y me soltaron.
Seguía llorando, de odio, de impotencia, de dolor. Estaba humillado. Me marché
como pude a casa, andando, escondiéndome entre las sombras como si un enemigo
invisible me estuviese persiguiendo. En cuanto llegué me desnudé y en
el espejo, antes de ducharme con agua hirviendo, comprobé los moretones que
tenía, volví a llorar, el labio estaba inflamado y me dolían las piernas y los
brazos. Mi torso estaba magullado.
Hoy por la mañana, a la hora del café, en mi
descanso, llamé a mi amigo. Estaba bien, ni siquiera le habían llevado a
comisaría, le pidieron su identificación y le dijeron que le propondrían para
una sanción por alteración del orden público y desacato a la autoridad. También
tenía hematomas por todo el cuerpo y, como yo, el orgullo herido.
Los periódicos mostraban diversas fotografías, el
ministro de turno hacía sus estúpidas declaraciones, los noticiarios mostraban
imágenes muy duras, realmente terribles. Desconozco quien inició la batalla y por qué, de lo que
estoy seguro es de que muy pocos de los que nos manifestábamos éramos soldados,
mientras que los que teníamos enfrente, en su mayoría querían sangre, siguiendo
las instrucciones de algún desalmado.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida
a 26 de septiembre de 2012.
Tu relato me ha puesto enfermo. Creo que en los vídeos ha quedado muy claro quien empieza y quien acaba la batalla campal.
ResponderEliminarYo también pienso que está claro, pero sería injusto acusar sin poder demostrar. Lo que sí es evidente es la irracionalidad e indiscriminación de los golpes tan "alegremente" dados a la ciudadanía y eso es deleznable e intolerable. Va contra la dignidad de las personas y el derecho a manifestarse.
EliminarSé que el tiempo pondrá a este sistema en su sitio... No sé si lo veremos, pero todo sistema cayó...
ResponderEliminarY este, más tarde o más temprano, caerá, aunque los gestores del mismo intenten mantenerlo por todos los medios...
deseo ardientemente que en uno de esos forcejeos el manifestante tenga la rapidez de reflejos de sacarle la pistola al madero para verle meado. Deseo que haga tiros al aire para verles correr. deseo ser yo
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarPor error he eliminado el comentario que un lector anónimo hizo hoy mismo a las 19:07 cuando quería contestarle. Si vuelve a verlo, le invito a escribirlo de nuevo y le pido disculpas por el despiste.
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