Andaba descalzo por la pista, las zapatillas
colgadas de la mano derecha. Ligeras, como él. Los músculos relajados tras el
gran esfuerzo, pero doloridos con las profundas punzadas producidas por la miodinia. Millones de personas mirándole. Su rostro, lleno de lágrimas.
Sobrecogido se agachó y se tapó la cara. La carrera había sido dura, rápida,
más de lo que esperaba, sus tiempos parciales no fueron los mejores hasta el
tramo final donde encontró en su interior un aliento adicional que no venía de
sus piernas, sino de su mente, de su alma, de su corazón. No era el favorito,
pero sabía que el sacrificio de los últimos años le había hecho mejorar
considerablemente. Los pocos que le seguían sabían de sus progresos y confiaban
plenamente en él y esa confianza era precisamente su mayor presión, su única
presión, no defraudar a los suyos.
Tal era su concentración que no fue consciente del
tamaño del estadio, ni del nombre de sus contrincantes ni del número de
espectadores hasta que cruzó la meta, entonces todo fue emoción y sus lágrimas
fueron las de los muchos que le vieron y compartieron con él su felicidad. No
había banderas en sus escalofríos, su sollozo no respondía a ninguna nación y
los que con él se emocionaron tampoco vieron cosidos los símbolos nacionales de
su camiseta. Solo había sentimiento, solo eso. Su mente daba vueltas
acordándose de los que le habían acompañado y los suyos se multiplicaron hasta
conseguir que todos lo fueran y todos lo fueron. Porque defendía los colores de
todos, los suyos, los del honor, los del respeto, los del compañerismo y los
del sacrificio.
Los que le siguieron en la meta se acercaron a él
para abrazarle, para darle la enhorabuena, para consolarle en su felicidad, qué
grata paradoja de la vida. Él, aún incrédulo, se fundía con sus compañeros, no
había rencor y sí reconocimiento por parte de los otros. Lo habían compartido
todo durante unos días. Eran compañeros, eran contrincantes. Se respetaban. Su
oro era de todos, era para todos, era para aquellos que se emocionaron con él,
para los que compartieron sus lágrimas, sus sufrimientos, para los que le
acompañaron en todo momento y para los que se unieron solo al final, para sus
oponentes e incluso para él mismo.
El público, en pie, no dejaba de aplaudir y él, el
vencedor, el primero, reanudó su marcha para completar la vuelta a la pista, la
vuelta de honor. Todo era fruto del esfuerzo, del sacrificio, de la constancia.
Tendrían que pasar cuatro años más para, siquiera pretender volver a estar en
una pista así, entre los mejores. Cuatro años era mucho tiempo, demasiado
tiempo. Cuánto sacrificio por una recompensa que nadie aseguraba, aunque solo
el hecho de estar ahí ya suponía un triunfo.
Poco importaba que alguien le recordase al día
siguiente, lo importante, lo verdaderamente trascendental, fue la emoción que
todos sintieron y la unión que en todos produjo, sin excepción, su hazaña.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida
a 11 de agosto de 2012.
El sentido puro de la competición, bellamente contado.
ResponderEliminarRuben un relato que exactamente describe lo que uno siente cuando consigue algo con esfuerzo y a pesar de todo, enhorabuena amigo por contarnos las cosas así de bien. Para ese relato ese para Felix Sanchez de Republica Dominicana, doble campeon olimpico en 400m vallas en Londres y no 4 años antes sino 8 años antes en atenas, y con el mismo tiempo y 35 años. Un abrazo tibur .
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