Energonomía o el fin de la era monetaria. Parte II.
A
nadie se le escapaba que durante los primeros años de introducción del sistema
energonómico se produciría un ajuste, digamos, radical. A la vista de esta
posibilidad, más que manifiesta, los gobiernos decidieron realizar una
experiencia piloto en una ciudad ubicada al sur de Polonia, cerca de la
frontera con Eslovaquia, Nowy Sącz, que mantendría su capacidad comercial con
el exterior basada en la economía monetaria, con la protección de todos los
estados partícipes en el proyecto, pero en la que todas las transacciones
internas se debían producir de forma energética.
El
primer problema que este hecho planteó fue el de la cuantificación energética
de los productos. Un comité científico respaldado por la totalidad de las
administraciones adscritas al experimento (llegados a este punto conviene
aclarar que algunos países fueron inicialmente escépticos al sistema y se
desmarcaron del mismo, aunque finalmente todos sin excepción se sumaron a él)
desarrollaron un método durante más de tres años que permitía medir con
absoluta precisión la cantidad de energía que había sido necesaria para
producir cualquier bien. Años más tarde aparecería el ergono o ergonómetro como
instrumento tecnológicamente avanzado capaz de medir con absoluta precisión la
energía consumida en cualquier proceso productivo. En cualquier caso, durante
este ensayo los procesos comerciales de la ciudad tendrían el control y
supervisión de dicho comité al que se añadieron los ideólogos del nuevo sistema,
que eran fundamentalmente economistas a la antigua usanza renovados, que
comenzaron a llamarse a sí mismos energonomistas.
Todo el grupo controlaría los procesos y transacciones que se llevasen a cabo
dentro de una racionalidad difícil de valorar puesto que no existía experiencia
alguna al respecto más allá del ensayo escrito por un denostado filósofo
americano denominado “Energonomy, the new
world”, que fue considerado en su momento como pura y barata ficción.
Resultó
obvio en el momento en el que el comercio dentro de la ciudad comenzó a
desarrollarse que el mercado interno sufrió un acusado ajuste que fue
monitorizado por el comité. Curiosamente y, a pesar de que la pequeña ciudad
tenía una casi nula industria productiva y que la mayor parte de los productos
elaborados procedían del exterior, la primera conclusión que el informe final constató,
transcurridos los cinco años de desarrollo del experimento, fue que se había
reducido el consumo energético al mínimo en la elaboración de cualquier bien,
optimizándose todos los procesos productivos desde un punto de vista
energético, y no solo eso, sino que, idénticamente, todos los procesos de
producción de materias primas de las que la citada ciudad sí era gran
productora (fundamentalmente en el sector alimentario) se vieron rediseñados de
modo que sus habitantes los perfeccionaron para que el consumo energético fuese
el menor posible. Todo tenía una explicación evidente. Las transacciones
internas se realizaban en energía; si elaborar un bien “costaba” una cantidad
de kilojulios, quien quisiese adquirirlo tendría que “pagar” esa misma cantidad
de energía. Es decir, se trataba generando la transacción característica de un
mercado. Cuanto menor fuese el coste de producción de este, mayor podría ser el
“beneficio” que obtuviese con su venta. Pero empecemos por el principio.
Desde
un primer momento se decidió no equiparar la moneda local, el Zloty, a un
número determinado de kilojulios. La mayor parte de los científicos consideró
que esta fue la clave del éxito del experimento. Si se hubiese optado por
establecer algún tipo de cambio entre una moneda y la energía no se hubiese
conseguido nada más que reproducir el sistema mercantilista con una nueva
moneda. Este hecho, a pesar de que suponía una grave dificultad en lo referente
a los procesos exportadores e importadores, fue controlado gracias al
intervencionismo de los estados partícipes en el proyecto que controlaban estos
movimientos mercantiles y aseguraban que la ciudad no sufriese potenciales perjuicios
ni manipulaciones externas por el hecho de no poder comerciar con el exterior.
Por
pequeña que resultase la ciudad se constató desde el inicio la imposibilidad de
fijar el trueque como sistema base de comercio (a pesar de que los científicos
supervisores consideraban que una gran parte de las transacciones se
producirían por este sistema). El motivo que esgrimieron fue que había un
sinnúmero de servicios que, como tales, resultaban difícilmente cuantificables
desde un punto de vista energético o equiparables a los productos elaborados;
además, estaba, aunque con una incidencia menor, la cuestión artística y
cultural, cuya compleja valoración resultaba indescifrable para los estudiosos
a pesar de que se incorporaron al comité filósofos, sociólogos e historiadores.
No se trataba de la, por aquel entonces denostada “fuerza del trabajo”, cuyo
valor pudo ser finalmente cuantificado, la cuestión se centraba en torno al
valor energético de la componente intelectual de las acciones. Siguiendo los
criterios de los energonomistas más “conservadores” finalmente se optó por no
acotar ni equiparar, energéticamente hablando, este tipo de “productos” cuyo
consumo energético resultaba, digamos, complejo de establecer. Como
contrapartida se creyó que el propio mercado terminaría estableciendo el precio
de esos servicios. Así fue; se produjo una autorregulación en el mercado de los
servicios y bienes no producidos que estableció un “precio energético” para los
mismos en función de su oferta y su demanda (en realidad esto supuso que
entrase, aunque de forma tangencial, en el mercado de trueque), al igual que
ocurría en la economía monetaria, pero con un pequeño matiz, el componente
especulativo directo, esto es, el fundamentado en la propia moneda, había
desaparecido por razones obvias; no había moneda.
Cada
ciudadano empleado recibió una cantidad de kilojulios por su trabajo, cuando no
eran productores directos, desde las empresas para las que trabajaban y a
través de los transformados bancos convertidos en “acumuladores” de energía,
acerca de cuya evolución se hablará más adelante. Esto les permitía adquirir
los bienes y servicios que estimasen necesarios para su vida. A todas luces
resultó sorprendente comprobar cómo al poco tiempo de implantarse el sistema,
el conjunto de los salarios comenzó a asociarse de forma directa al rendimiento
del trabajo de cada asalariado; su capacidad de producir energía a través del
desempeño de su función cuantificó la remuneración energética a percibir por la
misma razón que había hecho desaparecer la especulación; no había moneda y, en
este caso, además resultaba evidente que “lo trabajado es lo recibido”, frase
que comenzó a rezar en todas las empresas de la ciudad y que fue acuñada por la
gobernación local llegando a presidir el salón de plenos de la ciudad. Este
hecho, como se constatará posteriormente, también fue modificándose poco a
poco.
De
otra parte, aquellos ciudadanos que eran productores directos o bien
prestadores de servicios entraron de forma directa en el mercado procurando que
los bienes que ofrecían generasen o consumiesen la mínima cantidad de energía
con el afán de obtener un mayor beneficio en la transacción. Esta situación de
obtención de máximo beneficio que incentivó y provocó el avance y desarrollo
tecnológico, aunque a una escala reducida (recordemos que nos encontramos en una
pequeña ciudad), en aras de reducir la energía consumida, resultó finalmente inútil
y en la etapa final del experimento prácticamente a nadie le preocupaba ese
máximo beneficio, pues se conseguía, gracias a los mínimos consumos logrados
con los nuevos procesos productivos, cualquier bien o servicio, incluidos los
relacionados con el ocio, sin necesidad de realizar ningún sobreesfuerzo
(literalmente) y sólo en algunos casos, objeto más bien de un análisis
sociológico, se produjo una compulsiva acumulación energética que respondía a
circunstancias sociales y que se vinculaba a la adquisición de objetos de lujo
asociados fundamentalmente al arte.
Mérida
a 20 de julio de 2012.
Para los bienes industriales producidos es una buena idea, pues es verdad, que el ahorro energético sería inmediato y máximo. El problema viene con "Cada ciudadano empleado recibió una cantidad de kilojulios por su trabajo". Los que trabajamos sentados lo tendriamos jodido. Por otra parte, introducir un valoración arbitraria del trabajo intelectual en términos de energía creo que desequilibraría el sistema...
ResponderEliminarEspera a la tercera parte, jejeje
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