El encuentro se produjo al doblar la esquina; fortuito, diríamos que
feliz en otras circunstancias; casual, pero ambos se reconocieron
inmediatamente; hay losas difíciles de levantar. No averiguaron sus nombres
hasta mucho más tarde, sólo dios tiene el don de la omnisciencia, pero ambos
supieron enseguida quién era el otro. Hacía frío, aunque ambos llevaban la piel
al descubierto, cada cual sus motivos tendría. La una, blanca, casi
transparente, el otro, negro, como el carbón. El color de los ojos de ambos era miel. Los charcos de las últimas aguas caídas mojaban los pies de él, con
sus zapatos roídos; los altos tacones de ella salvaban sus talones de la
humedad, no así sus dedos al aire con las uñas pintadas en el color de la piel
del otro. Disculpa fue lo primero que se dijeron tras el tropiezo, pero sus
ojos ya habían hablado y los de la una no ofrecieron y los del otro no rogaron.
Tras el breve intercambio, sonrisas incómodas, forzadas, de los prejuicios no
se salva nadie, la sociedad se encargó muy bien de sellarlos a fuego. El
atrevimiento de uno venció la vergüenza del otro, dónde vas, le preguntó; este
es mi sitio, respondió. No es necesario aclarar quién preguntó qué, tan
sólo describir los marcados y dispares acentos, el arrastre de las eses de una
y las vocales cerradas del otro. Ella se apoyó en la pared y él encorvó su
cuerpo para llegar a su altura, deformaciones del oficio, inevitables,
naturales, inconscientes. Ambos mostraban las palmas de sus manos, no había
miedo, ese que estaban acostumbrados a tener que superar a cada instante,
el que les había encallecido el corazón por el sometimiento y la piel por las palizas, el que les
ataba y les impedía caminar libres.
Otro silencio les envolvió, pero esta vez fue interrumpido por un transeúnte,
su mirada de desprecio consiguió humillarles, ambos agacharon las cabezas. En
él es lo acostumbrado, en ella resulta extraño pues de su fingido descaro tiene
que vivir. Tal vez es el solaz momento de intimidad, como el de dos
adolescentes sentados en un banco oscuro del parque que interrumpen sus miradas
ante la proximidad de un adulto; poco pueden decirse entre tanto ruido que les
llega. El cuello del entrometido ya no puede torcerse más y debe
enderezarse para proseguir su camino; pudiera ser que no sólo les ofreciese el
insulto con sus ojos y que también el retorcido morbo y el perturbado deseo
interior forzase su mirada. Pudiera ser, de despreciables está lleno el mundo.
Vuelven a estar solos en la concurrida calle, con las luces convertidas a sus
ojos en exiguos destellos, aislados del ruido atenuado en un murmullo para
ellos, con la vaporosa niebla que les envuelve y protege.
Es el momento de las sonrisas, del no saber qué decir, del esperar que
el otro comience a hablar o del despedirse para no volver a verse jamás. La
valentía del tímido inmigrante sorprende a la osadía de la silenciosa puta. Él
quiere saber de ella; ella, triste, le dice que lo que ve es lo que hay. Él, entre
risas, niega con la cabeza, ella le mira apenada y asiente. Ambos sufren, ambos
buscan, ambos encuentran. El amor no mira condición social, el más pobre tiene
derecho a amar tanto como el más rico sufre el desamor. En cambio, el dinero
determina. Si les preguntásemos dirían que no quisieron, que no les quedó más
remedio, que el límite de la dignidad de las personas lo marca la pobreza o
puede que al revés. Si de ellos dependiese sólo usarían las calles para pasear,
mientras que por ahora una apoya su espalda en ellas y el otro se sienta con un
cartón escrito en un ininteligible idioma para él.
Rubén Cabecera Soriano.
La Toja, Pontevedra, a 24 de marzo de 2012.
Gracias por compartir los monentos, gracias por hacer la vida de otros parte de una realidad que muchos no queremos ver
ResponderEliminarUn abrazo
Quien tendría que agachar la cabeza es quien nos mira mal.
ResponderEliminarSeguramente, pero los prejuicios están ahí y luchar contra ellos es complicado...
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