La puta y el inmigrante.


Una prostituta. Fuente: www.eldiario.es

La puta y el inmigrante.


El encuentro se produjo al doblar la esquina; fortuito, diríamos que feliz en otras circunstancias; casual, pero ambos se reconocieron inmediatamente; hay losas difíciles de levantar. No averiguaron sus nombres hasta mucho más tarde, sólo dios tiene el don de la omnisciencia, pero ambos supieron enseguida quién era el otro. Hacía frío, aunque ambos llevaban la piel al descubierto, cada cual sus motivos tendría. La una, blanca, casi transparente, el otro, negro, como el carbón. El color de los ojos de ambos era miel. Los charcos de las últimas aguas caídas mojaban los pies de él, con sus zapatos roídos; los altos tacones de ella salvaban sus talones de la humedad, no así sus dedos al aire con las uñas pintadas en el color de la piel del otro. Disculpa fue lo primero que se dijeron tras el tropiezo, pero sus ojos ya habían hablado y los de la una no ofrecieron y los del otro no rogaron. Tras el breve intercambio, sonrisas incómodas, forzadas, de los prejuicios no se salva nadie, la sociedad se encargó muy bien de sellarlos a fuego. El atrevimiento de uno venció la vergüenza del otro, dónde vas, le preguntó; este es mi sitio, respondió. No es necesario aclarar quién preguntó qué, tan sólo describir los marcados y dispares acentos, el arrastre de las eses de una y las vocales cerradas del otro. Ella se apoyó en la pared y él encorvó su cuerpo para llegar a su altura, deformaciones del oficio, inevitables, naturales, inconscientes. Ambos mostraban las palmas de sus manos, no había miedo, ese que estaban acostumbrados a tener que superar a cada instante, el que les había encallecido el corazón por el sometimiento y la piel por las palizas, el que les ataba y les impedía caminar libres.

Otro silencio les envolvió, pero esta vez fue interrumpido por un transeúnte, su mirada de desprecio consiguió humillarles, ambos agacharon las cabezas. En él es lo acostumbrado, en ella resulta extraño pues de su fingido descaro tiene que vivir. Tal vez es el solaz momento de intimidad, como el de dos adolescentes sentados en un banco oscuro del parque que interrumpen sus miradas ante la proximidad de un adulto; poco pueden decirse entre tanto ruido que les llega. El cuello del entrometido ya no puede torcerse más y debe enderezarse para proseguir su camino; pudiera ser que no sólo les ofreciese el insulto con sus ojos y que también el retorcido morbo y el perturbado deseo interior forzase su mirada. Pudiera ser, de despreciables está lleno el mundo. Vuelven a estar solos en la concurrida calle, con las luces convertidas a sus ojos en exiguos destellos, aislados del ruido atenuado en un murmullo para ellos, con la vaporosa niebla que les envuelve y protege.

Es el momento de las sonrisas, del no saber qué decir, del esperar que el otro comience a hablar o del despedirse para no volver a verse jamás. La valentía del tímido inmigrante sorprende a la osadía de la silenciosa puta. Él quiere saber de ella; ella, triste, le dice que lo que ve es lo que hay. Él, entre risas, niega con la cabeza, ella le mira apenada y asiente. Ambos sufren, ambos buscan, ambos encuentran. El amor no mira condición social, el más pobre tiene derecho a amar tanto como el más rico sufre el desamor. En cambio, el dinero determina. Si les preguntásemos dirían que no quisieron, que no les quedó más remedio, que el límite de la dignidad de las personas lo marca la pobreza o puede que al revés. Si de ellos dependiese sólo usarían las calles para pasear, mientras que por ahora una apoya su espalda en ellas y el otro se sienta con un cartón escrito en un ininteligible idioma para él.



Rubén Cabecera Soriano.

La Toja, Pontevedra, a 24 de marzo de 2012.

3 comentarios:

  1. Gracias por compartir los monentos, gracias por hacer la vida de otros parte de una realidad que muchos no queremos ver
    Un abrazo

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  2. Quien tendría que agachar la cabeza es quien nos mira mal.

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    1. Seguramente, pero los prejuicios están ahí y luchar contra ellos es complicado...

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