Bancáncer.


Soy cliente de una entidad financiera. Como tú. Como la mayoría de la gente. Requerimos de sus servicios para poder desarrollar cualquier actividad en nuestro día a día, los necesitamos para vivir. El dinero y la forma de vida de nuestra sociedad son una misma cosa. Si no hay dinero no vivimos y quienes hacen que el dinero fluya por las venas de nuestra sociedad son los bancos, si ellos fallan la sociedad cae. Son el corazón, los corazones, pues son numerosas las entidades dedicadas a esta noble profesión. Esto no siempre fue así, el dinero, al margen de mi personal opinión acerca del mismo, es un invento anterior al de las empresas que lo gestionan, que se crearon cuando comprobaron que lo más rentable de una sociedad fundamentada en la economía era precisamente amasar grandes cantidades del elemento que da sentido a esa realidad y especular con él. Una pena, la verdad, pero así es. En fin, como decía soy cliente de una entidad financiera, no me gusta hacer publicidad, pero ésta, según todos los analistas tiene visos de convertirse en la primera, en la número uno, en la única que se extienda a lo largo y ancho de todo el globo, su nombre es Bancáncer, ya entenderán el porqué de esta aseveración.

Quisiera contarles lo que me ocurrió con esta entidad; hasta donde sé es un caso bastante común, aunque con final de lo más variopinto en función del cliente y corolario único para todos. Pues bien, hace unos años, cuando, respondiendo a la insistente presión familiar tras sacar mi plaza de funcionario, fui a ver algunos pisos, tuve que entrar por primera vez en la entidad, fui recibido con todo tipo de honores y presentes. Créanme, no había alfombra roja, pero porque los colores corporativos del banco no combinarían bien, así que en realidad fue lo único que faltó, porque incluso a pesar de que el director de la entidad era un antiguo compañero de colegio, intentó hipotecarme para el resto de mi vida; tuve la fortuna de escapar.

Había visto un apartamento de dos dormitorios relativamente céntrico, sin opulencias, con lo justo para que un soltero pudiese vivir cómodamente y, llegado el caso y siempre con la connivencia de mi madre, formar un primer y reducido núcleo familiar. La promotora a la que pertenecía ese inmueble, aquí sí que me permitirán ocultar el nombre, básicamente porque ha desaparecido, me pasó un precio que consideraba desorbitado, pero me aseguraron que en Bancáncer me financiarían la totalidad de la, como ellos llamaban, operación, término por otra parte bastante apropiado para el símil médico del nombre de la entidad.

En fin, a pesar de ser de letras, y con la ayuda de un amigo mío que estudió empresariales hice unos números que suponían que tendría que estar pagando algo más de mil doscientos euros todos los meses durante treinta y cinco años para poder decir que el piso es realmente mío. Cuando pretendí renegociar el precio en la inmobiliaria se rieron, literalmente, de mí y me enseñaron  la lista de espera que ese apartamento tenía. Me sorprendió ver que ascendía a más de una veintena de personas, pero como no había dado ningún tipo de señal, preferí marcharme y seguir viviendo de alquiler por algo menos de setecientos euros en un buen apartamento con garaje para mi recién estrenado coche, que dicho sea de paso, podía haber cambiado puesto que me lo incluían en el banco con la denominada “sobretasación” del inmueble, que el director y antiguo compañero, en un alarde de camaradería, que me resultó irónicamente desagradable, quiso encasquetarme.

Después llegó la crisis, y los recortes, aunque gracias a mi esfuerzo como opositor, resulta que puedo seguir presumiendo de mantener mi puesto de trabajo, cobro algo menos, pero mi nómina va llegando todos los meses, por ahora. El caso es que con mi afición a leer los periódicos detecté que los precios de las viviendas estaban bajando considerablemente, a pesar de que todo hacía indicar que no se estaba produciendo dicho fenómeno, pero cuando las promotoras comenzaron a caer, la cuestión se resolvió ineludible. En fin, decidí volver a ver el piso, por morbosa curiosidad. Me encontré sorprendentemente que no lo habían vendido aún y que estaba en manos de otra promotora, perteneciente a una entidad financiera que no era la mía, desconociendo en principio qué repercusión podría tener esto. Entré, pregunté y el precio, pasmosamente bajo, me hizo replantear mi decisión de hacía cinco o seis años. Evidentemente durante este tiempo había conseguido ahorrar mi buen dinero, debo confesar que no gasto mucho y el caso es que tras invitar a un café a mi amigo, el de empresariales, ahora en paro, por cierto, y echar unos números, descubrí que con un préstamo a veinticinco años y pagando una cantidad de algo menos de ochocientos euros podría tener el piso.

No sé, tal vez me dejé llevar, fue un impulso extraño el que me hizo lanzarme a por él, así que ni corto ni perezoso al día siguiente me acerqué a mi Bancáncer querido para reunirme con el director. Ya no estaba mi compañero de colegio y percibí un aire un tanto decadente en el ambiente, tal vez porque el número de trabajadores se había visto reducido considerablemente y el local parecía demasiado grande para los pocos que allí había. Fue sorprendente comprobar la forma tan poco sutil de negarme la posibilidad siquiera de realizar la, magníficamente llamada, evaluación de riesgo de la operación,  aludiendo a las dificultades actuales del mercado y a una serie de frases extrañas e incomprensibles que ni me preocupé de intentar entender. Sin embargo, me ofreció lo que él llamaba “otro pisito” de similares características, he de reconocer que verdaderamente las tenía, sobre el que sí que podríamos hablar. Todo estaba perfectamente claro, no quería perder la posibilidad de vender un piso financiado por ellos y que se había convertido en un “activo tóxico” para sus cuentas y evitaba a toda costa hablar de cualquier producto que no les perteneciese. Me levanté indignado, pero al mismo tiempo iluminado y saludando amablemente me largué.

Ahora me despierto con una situación de lo más curiosa, parece que Bancáncer se ha convertido precisamente en eso, en un cáncer para la economía del país, con claros visos de metástasis al resto de órganos vitales que hacen fluir el dinero, poco, muy poco, por los entresijos de la sociedad y no queda más remedio que salvarlo, nacionalizándolo, o utilizando la perífrasis preferida por el político de turno para que con su muerte, me refiero a la del banco, no arrastre a otros y consecuentemente a la bancarrota total del sector financiero y por lo explicado anteriormente de nuestra sociedad. Parece ser que la mayor parte de los bancos decidieron conservar en sus activos el valor tasado inicialmente y bloquearon nuevas operaciones para intentar su sanación sin tratamiento médico, tras haber, eso sí, derrochado financiando las operaciones megalómanas de los políticos irresponsables. Pues bien, esa nacionalización consiste en que el estado, es decir, yo y tú, prestemos nuestro dinero a Bancáncer, vamos, como si de una hipoteca se tratase, con la idea de que nos lo devuelva, pero presumiendo que en el caso de que no lo haga, le embargaremos, atiendan bien, no sus bienes como ellos hacen con nuestras casas, sino sus acciones, es decir, nada. Pues miren, preferiría tener la opción de realizar una evaluación del riesgo de la operación ante la incertidumbre que me suscitaría una situación más que improbable de impago y, ya que parece quedar demostrado que la verdadera banca de la sociedad es al final el conjunto de los ciudadanos, me gustaría tener la libertad de invitar a Bancáncer a salir de mi oficina y que buscase en otra entidad la solución a su problema, a su cáncer.



Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 11 de mayo de 2012.

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