Sumergidos en la economía.


No había nadie en el mostrador de la panadería. Juan Olvidado se entretuvo mirando los anuncios que había en el pequeño tablón en la pared al lado del escaparate de la entrada. Tomó el teléfono de alguien que se anunciaba como profesional de la fontanería. Llevaba algún tiempo buscando una solución para el fregadero de su casa que no dejaba de gotear. Debía pasar una bayeta a cada momento para evitar que el agua se derramase desde la encimera al suelo, donde irremediablemente la pisaba y, salvando el riesgo del evidente resbalón, ensuciaba el terrazo, que ya de por sí no tenía buen aspecto, pero que con la suciedad de las huellas parecía más el suelo de una pocilga. A Juan le gustaba la limpieza.
- Buenos días Juan - no había muchos en el barrio que supiesen su nombre, pero a Juan siempre le agradó el trato que le daban allí, estaba cansado de los cotilleos verduleros de otras tiendas -, ¿le pongo su bollo de pan como siempre?
- Sí, por favor, buenos días. Por cierto, ¿conoce usted a este señor?- Juan le enseñó el papel que acaba de tomar. Señaló el poco acertado nombre del anunciante, una rima fácil con hogar no le ofrecía garantías de un trabajo bien hecho.
- Sí, claro, es un conocido de mi hijo, se gana la vida haciendo estas cosas por las tardes. Que con lo que le pagan por la mañana apenas si le da para pagar el alquiler.
- Gracias. - Juan tomó lacónicamente el pan envuelto en papel, pagó y salió con aspecto meditabundo. El panadero no supo si las gracias fueron por el pan o por la información.
Había intentado en varias ocasiones ponerse en contacto con alguna empresa, pequeña, claro está, que le hiciese el arreglo que necesitaba. Juan no era precisamente “un manitas” con el bricolaje, aunque sabía apreciar un buen trabajo. Cada vez que explicaba su problema recibía la misma respuesta, - deme su dirección, le mandaremos un técnico para que le haga un presupuesto -. Así llevaba esperando más de dos meses. Ya estaba cansado.
Se le había hecho tarde con las compras domésticas y el frío invierno oscurecía sin compasión el día. Iba paseando por la acera salvando baches, con apenas las luces de los coches, hacía tiempo que las farolas habían dejado de funcionar. Todas las bombillas necesitaban ser cambiadas. Atravesó el parque donde se recordaba jugando de pequeño con otros niños y con su madre siempre al cuidado. Rememoró cómo se entretenía con los juegos infantiles y sus meriendas de pan y queso sentado en alguno de los bancos de piedra que decoraban los paseos. La fuente supuso en el verano que la instalaron una fabulosa novedad para la chiquillería. Todos los niños pedían a las madres que les alzasen para beber su agua, pero lo que de verdad hacían era llenar globos para lanzárselos entre ellos. Nada quedaba. Los columpios estaban oxidados, los bancos estaban rotos y la fuente había desaparecido. La vegetación crecía a su antojo invadiendo las zonas peatonales en una suerte de selva urbana que obligaba a Juan a realizar pequeños saltitos cada vez que se encontraba un obstáculo.
Algo tan simple como atravesar la calle para llegar a la acera opuesta se había convertido en una suerte de aventura. En la calzada parcheada apenas se intuían los pasos de peatones y los escasos semáforos que quedaban estaban inutilizados, ofreciendo al público sus tripas de cables y circuitos. Sin embargo la gente había terminado por acostumbrarse; de algún modo incomprensible prefería haber perdido esos servicios públicos en favor de una reducción de impuestos, o mejor dicho del consentimiento por parte del estado de su evasión. En primer lugar fueron las grandes fortunas, aunque en honor a la verdad llevaban haciéndolo bastante tiempo, pero la situación llegó a un punto sin retorno en el que ciertos personajes adinerados se jactaron públicamente de las grandes cantidades de dinero que conseguían eludir a las arcas públicas con operaciones financieras que traspasaban la legalidad. La connivencia del gobierno, presionado por intereses espurios, facilitó con nuevas leyes que esas operaciones se incorporaran al ámbito de los derechos de los ciudadanos, derechos que sólo estaban al alcance de los más adinerados y muy lejos de las posibilidades de las clases sociales menos favorecidas. Alternativamente, la cada vez más empobrecida y decadente clase media y los más pobres, se las ingeniaron para, mediante las más burdas falsificaciones y engaños, obtener las escasas ayudas públicas que todavía subsistían. Estos abusos, conocidos por todos sin excepción, no eran controlados ni perseguidos, a pesar de los aparentes esfuerzos gubernamentales, más preocupados por la posibles represalias electorales que podían recibir que por atajar esa lacra que estaba diezmando la ya de por sí escasa riqueza nacional.
Algunos pidieron que se le diera un vuelco a la situación y presentaron propuestas inteligentes a la vista de la idiosincrasia del español de a pie, cansado de verse agraviado por la actitud indiferente de los sucesivos gobiernos ante el expolio continuo al que, tanto unos, por los ricos, como otros, por los aprovechados, estaban sometiendo a la nación.
Se solicitó cambiar la naturaleza de los impuestos indirectos, de forma que no recayesen en su totalidad sobre los consumidores finales. Se planteó que si los ciudadanos recuperaban una parte, por pequeña que fuese de ese tributo, serían ellos mismos quienes se convirtiesen en interesados recaudadores para el estado que finalmente compensaría ese trabajo devolviéndoles una porción de ese dinero. Los argumentos que presentaron para defender la propuesta eran contundentes. Varios estudios exhibidos mostraban que un alto porcentaje de los comercios jamás declaraban más allá de lo que les permitía equilibrar su balance de cuentas. Demostraron que un elevado número de prestaciones de servicio se realizaban sin aplicarse el impuesto porque, o los clientes exigían un precio más bajo, o porque los profesionales no eran capaces de presentar precios competitivos con un mercado cada vez más ruinoso. El exiguo dinero que fluía se escapaba de las manos del estado como quien pretende recoger agua de un río con un cedazo. Con medidas como estas afloraría gran parte del dinero que circulaba por las alcantarillas de la hundida economía. Para los impuestos directos se requirió que la progresividad y proporcionalidad de los mismos fuese real estableciendo controles efectivos sobre las rentas existentes y auténticas de las personas. Se pidió control de nóminas, facturaciones para los autónomos y un mayor seguimiento sobre bonos, repartos de dividendos y donaciones.
Lo que exigieron fue en realidad una política fiscal justa, pero no, no podía ser. Serían muchos los afectados y muchos los votos perdidos. Era un riesgo que no podían asumir, muchas las deudas contraídas que saldar y poca la capacidad para satisfacerlas, además tenían que responder ante los mercados con políticas de austeridad y contención. Todas las propuestas se desestimaron. Los ciudadanos comenzaron a hacer la guerra por su cuenta. La economía se convirtió en una batalla por la supervivencia, la falta de recursos asfixiaba cada vez más al gobierno que, incapaz de recaudar fondos y forzado por la situación económica global, se veía obligado a reducir cada vez más la inversión en servicios públicos cuyos recortes fueron afectando progresivamente a educación, servicios sociales y sanidad. Algunos estadistas tuvieron la suficiente visión como para evitar que los recortes alcanzaran con la misma beligerancia a los cuerpos de seguridad del estado, esta circunstancia salvó la vida a más de un político.
Cada ciudadano debía pagarse aquello que quería. El concepto de sociedad igualitaria desapareció tal y como se entendía. El sometimiento del capitalismo más aberrante sobre la sociedad civil provocó situaciones inimaginables hasta entonces. La pobreza se incrustó en el corazón de la sociedad que se volvió egoísta hasta extremos insospechados. La gente se echó a la calle a protestar, pero si podía aprovechaba para robarle al compañero que portaba el cartel junto a él. Gente sin hogar moría de frío. Enfermos sin atención médica por no tener recursos yacían a las puertas de los hospitales privatizados. La incultura se apoderó de las clases más bajas que cada vez tenían menos posibilidades de entender qué ocurría a su alrededor. Mientras tanto, las diferencias de clases se hacían cada vez mayores y los ricos incrementaban su patrimonio de manera proporcional al aumento de pobreza del resto de ciudadanos.
Juan Olvidado marcó el número de teléfono y tras un par de tonos respondió una niña.
- ¿Sí?, dígame.
- Hola, buenas tardes, preguntaba por José Perdido, he cogido su teléfono en una panadería, pero imagino que habré equivocado algún número.
- No, no. Señor no se ha equivocado, mi padre se pone ahora en un momento. Espere por favor.
A lo lejos se oyó un poderoso y prolongado papá. Un instante después unos ruidos en el auricular dieron a entender que José había cogido el teléfono.
- Dígame.
- Quisiera saber si podría arreglarme un problema que tengo en el fregadero de mi cocina, llevo un tiempo intentando resolverlo, pero no hay manera. Gotea y pone el suelo perdido. Necesitaría que viniera a verlo lo antes posible.
- No hay problema, si me da la dirección puedo acercarme ahora mismo.
- Gracias, muy amable.
- No se preocupe - Un incómodo silencio dio a entender a Juan si el fontanero estaría esperando que le diese la dirección, sin embargo no fue él el que habló-. Usted no querrá factura, ¿verdad?


Rubén Cabecera Soriano.

Talavera de la Reina a 9 de diciembre de 2011.

2 comentarios:

  1. Muy bueno!! Estas que te sales!! Estoy esperando alguno sobre el consumismo de la Navidad!!
    Sigue así!!

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  2. La economía sumergida... Esa gran lacra de nuestro país... Una pena.
    Me gustan tus historias. Enhorabuena.

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