Quiero esas.


Está sentado en su sillón, apoltronado al calor del brasero, calcetines de lana sobre sus pies descansando en la alfombra, pasando de canal en canal, procurando que el tiempo le vaya venciendo hasta que la pesadez de los párpados le haya sometido al confortable sueño de la tarde. Una revista sobre sobre su regazo, abierta azarosamente, muestra la imagen de un niño recostado. Se le cae de la mano el mando de la televisión y la revista se resbala por la falda de la camilla. Comienza a roncar.


El niño contempla con los ojos entrecerrados el río, es más bien un lodazal, apenas si corre agua. En torno a los pequeños charcos revolotean grajos procurándose las últimas gotas con que saciar su sed, la que mata al niño. Sus piernas son palitos recubiertos de pellejo, sin fuerza para sostenerle, los brazos, caídos en torno a su cuerpecito, quieren empujar contra el suelo en un esfuerzo sobrehumano para escasamente conseguir incorporarse. Es un esqueleto vivo, por poco tiempo. Ni los carroñeros sacarán un bocado de él cuando yazca abandonado. Las costillas parecen querer sujetar su vientre hinchado impidiendo que estalle. A su lado, junto a los pies descalzos, unas zapatillas sin cordones, recubiertas de polvo rojizo. Las suelas están destrozadas. De su boca sale un inapreciable gruñido. No tiene fuerzas para más. Su rostro no refleja sentimientos: no hay ira, no hay dolor, no hay sufrimiento, no hay alegría, ni pena, sólo hambre.


- Quiero esas.

- Menos mal que por fin te has decidido. Ahora tenemos que ir a comprarle el regalo a tu padre. Así que vamos, rápido, quítate las zapatillas y que nos las cobren en la caja. Venga, que no nos da tiempo.

- Son bonitas, ¿verdad?

- Sí, muy bonitas, y caras.

El niño mira a la madre de reojo mientras se va poniendo sus zapatillas, están limpias, relucientes, nuevas, pero no tanto como las que acaba de comprar. La madre saca del bolso un gran monedero repleto de tarjetas de fidelización, de crédito, de débito, de promociones, un sinfín de ellas perfectamente ordenadas en los numerosos compartimentos. Coge una, de plástico como todas las demás. La presenta junto a su documento de identidad al dependiente.

– Cóbreme, por favor.

- Sí, ¿cómo no?, ¿desea algo más?

- No, gracias, por ahora no.

- ¿Necesita otra bolsa? – Las manos de la madre muestran una profunda marca en la piel del peso de todas las compras que lleva hechas.

- Sí por favor, démela.


El ambiente está muy cargado, apenas si se puede respirar. El hedor es insoportable. Sus manos están llenas de marcas, de cicatrices, algunas más recientes que otras. Una herida de ayer aún sangra a través del vendaje. Está infectada. Se mueve con soltura y es rápido, cortar y raspar, siguiendo el patrón, sólo cortar y raspar, pero la cuchilla que usa ya no está afilada y le cuesta mucho cortar y raspar; hasta final de mes no se la cambiarán, además ya es mayor, está cansado, pero morirá cortando y raspando, lo sabe. Todavía recuerda cuando, hace ya casi siglos, compraba en el mercado las pieles y las aporreaba hasta que desaparecía todo resto de carne y grasa. Después las sumergía en su propia orina y luego las embadurnaba con las heces que recogía por las calles para ablandarlas antes de lavarlas, tintarlas y cortarlas. Tampoco olvida cuando llegaron unos empresarios y pusieron una fábrica de curtido de pieles para hacer zapatillas de deporte. Envuelta con el papel de regalo del progreso y desarrollo, pero escondida tras la corrupción y explotación. Acabaron con el negocio que heredó de sus padres. Al principio se resistió, pero finalmente el hambre le venció y al menos, gracias a su experiencia, consiguió colocarse en patronaje. Recibía lo mismo que en cualquier otro puesto, nada, sólo la comida, pero se libraba de los tratamientos químicos. Más de un compañero se había abrasado las manos con esos líquidos y sus caras y brazos estaban llenos de quemaduras y costras por las salpicaduras. No les permitían hablar y si alguno paraba, siquiera un instante, enseguida el capataz estaba sobre él, palo en mano, para que, tras la correspondiente amenaza, prosiguiese.


- Hola cariño, ya hemos llegado. – El estruendo de la puerta al cerrarse le despertó. Un bostezo le devolvió del sueño.

- Hola papá, mira, me he comprado unas zapatillas.

- ¿Tú solito?

- Bueno, ha sido mamá.

-Estaban de rebaja cariño. Son muy monas.

- Pero ¿no le compramos otras la semana pasada?

- Sí, pero eran para el baloncesto.

- ¿Y éstas?

- Son de fútbol.

-Ah, vale.

La mujer había dejado el resto de bolsas en el recibidor de la entrada, sólo llevaba las zapatillas del niño. Todo lo demás eran regalos, sorpresas envueltas en papel metalizado con lazos de colores y tarjetas de felicitación. Algunos eran para su marido, no quería que los viera.

- ¿Qué hace eso en el suelo?- La mujer recogió la revista todavía abierta con la foto del niño moribundo.

- Es un reportaje muy duro sobre el hambre. Millones de personas mueren.

- Vaya.



Rubén Cabecera Soriano.

Mérida a 23 de diciembre de 2011.

2 comentarios:

  1. desgraciadamente estamos acostumbrándonos al horror. gracias por recordarlo.

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  2. El tema espeluznantemente actual. El círculo que estableces partiendo del padre y volviendo a él, después de atravesar a través del sueño la realidad del niño pobre y la pobreza (moral y espiritual)de la realidad del niño rico, utilizando como hilo conductor las zapatillas...
    ¡ Excelente!: LOLA OLGADO

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