Maniqueísmo ambiental.


- Sólo dos horas, ni una más, ¿entendido? - Hacía ya tiempo que nadie obtenía permisos para permanecer fuera de su casa durante más de cinco horas semanales. Los jardines burbuja eran los únicos sitios donde realmente se podía disfrutar de algo parecido al aire libre, pero eran muy caros, excesivamente caros para una familia media. Sólo unos pocos privilegiados podían permitírselos, así que no les quedaba más remedio que compartir las horas de burbuja para salir al exterior, pero dos horas para su hija en un mismo día eran demasiadas. Todas las familias tenían derecho a una hora semanal por cada miembro con un máximo de cinco. Podían repartirlas entre ellos como quisieran. Durante ese tiempo podían disfrutar, a cuenta de sus salarios, de un sistema que les protegía íntegramente del contacto hostil y mortal que suponía el sol o de una muerte inmediata al respirar el aire atmosférico envenenado. Recibía el nombre de Burbuja porque realmente se trataba de eso, de una burbuja que, con una fuente de energía portátil que se llevaba a cuesta, generaba una especie de película protectora dentro de la que había oxígeno para unas horas y que permitía, con cierta libertad, salir a lo que se denominaba Aire Nuevo. Esta designación provenía de una de las numerosas cumbres medioambientales en las que se decidió que se tendrían que ir estableciendo progresivamente mecanismos de control para evitar el alto nivel de mortandad que según todos los informes médicos presentados se estaba produciendo y que estaba reduciendo sustancialmente la esperanza de vida. Los gobiernos, instados por la presión social, establecieron un protocolo para recuperar las condiciones medioambientales y devolver a la superficie de la tierra las cualidades que la hacían habitable en lo que denominaron operación "Aire Nuevo", pero la empresas vieron más oportunidades de negocio en los sistemas de protección y se volcaron en ellos cumpliendo sólo de forma, digamos, tenue los niveles máximos de contaminación que se autorizaron en la cumbre. Los tecnócratas, comprobando que el crecimiento económico se disparaba, hicieron caso omiso del flagrante incumplimiento y se centraron en potenciar el desarrollo de esas tecnologías que evitaban el sobrecoste que la sanidad pública tenía que asumir como consecuencia del creciente número de casos de cáncer de piel, muertes por intoxicación y envenenamientos al respirar el aire nuevo. Llegaron incluso a prohibir salir a la intemperie sin la conveniente protección y ofrecieron ayudas para que los ciudadanos pudieran acceder a esos extremadamente caros sistemas de protección.

Algunos renombrados estadistas utilizaban con sutileza perífrasis para proclamar las bondades del nuevo sistema que había logrado resolver los problemas de población con la alta mortandad que había provocado en los países del tercer mundo, no precisamente porque estos no hubiesen podido asumir los costes de adaptación a los sistemas de protección desarrollados para luchar contra los elevados niveles de contaminación, pues en estos países no eran demasiado tóxicos en principio, sino por la extrema hambruna a que se habían visto sometidos y que había provocado muertes en cifras pandémicas. Se pudieron acreditar casos en los que dentro de las propias familias se sacrificaban a los niños más débiles para poder alimentar al resto y, por supuesto, los casos de coprofagia y antropofagia de los fallecidos eran cotidianos para intentar atenuar los efectos del hambre. La población de la tierra se vio mermada en miles de millones de personas, pero eso no pareció suscitar la compasión de los poderosos que prefirieron anteponer su enriquecimiento, gracias a la industria medioambiental, al necesario cambio de modelo que podría resolver una situación cada vez más insostenible. La realidad fue que el elevadísimo consumo energético de esos sistemas produjo unos niveles de contaminación superiores con lo que las recomendaciones que se establecieron en el protocolo de la cumbre del "nuevo aire" se transformaron en necesidad, pues de la reducción en la esperanza de vida se pasó progresivamente a una situación de muerte casi fulminante cuando se entraba en contacto directo con la biosfera. Lo que en el pasado constituyó una posición catastrofista, dramática y ridiculizada hasta la saciedad se había convertido en realidad ante la inacción de los gobiernos y la connivencia de los poderes fácticos que buscaban favorecer sus propios intereses.

- Sí, lo tengo claro, regresaré antes de dos horas, lo prometo. - La insistencia del padre estaba más que justificada, no quería  que su hija consumiese más tiempo de burbuja del necesario, todavía tenían que hacer varias salidas obligadas que no podrían esperar otra semana más.

- La verdad es que no sé  por qué quieres ir por la superficie. Cuando nos mudamos el año pasado buscamos un apartamento que nos permitiese salir directamente a los tubos subterráneos para no consumir demasiadas horas de burbuja y ahora tú quieres ir por arriba a no sé bien qué sitio. - El gobierno, los ciudadanos con sus impuestos en realidad, había hecho un gran esfuerzo por construir una red de tubos subterráneos aislados y bien protegidos a no demasiada profundidad que permitiese comunicar las colmenas de viviendas con los principales centros de trabajo y comercio. Las premisas que habían utilizado fueron que sólo conectarían aquellos edificios que albergaran más de mil familias, ya que se trataba de una infraestructura sumamente cara, inabarcable para complejos edificados de otras características, de ahí que recibiesen el nombre de colmenas. La consecuencia es que esas grandes aglomeraciones fueron creciendo cada vez más por la demanda y terminaron por transformarse en pequeñas ciudades con unas aterradoras  e inhumanas densidades. Se vaciaron los pequeños núcleos de población y gran parte de las ciudades se convirtieron en desiertos de acero y hormigón, sin el más mínimo atisbo de vida.

- Ya te he dicho que es para un trabajo de la universidad, pero no puedo ir por los tubos.

- Vale, en fin, por favor se prudente. - Últimamente eran demasiado habituales las noticias de muertes por fallos de las burbujas o por accidentes que provocaban roturas en los dispositivos frente a las que poco podían hacer los osados que habían descuidado las recomendaciones de uso-. Te quiero cariño. Le dio un beso en la mejilla como llevaba haciendo más de veinte años.

Traspasó el control de salida de una de las pocas y cada vez más innecesarias puertas y se dirigió caminando hacia su destino. Hacía ya mucho tiempo que  los medios de transporte que consumiesen energía habían sido prohibidos por ley. Se trató más de una maniobra de los estados, que no se atrevían a descubrir su incapacidad para facilitar la energía demandada por la sociedad, y que presentaron como una de las grandes medidas para combatir la contaminación. El color violáceo teñía la atmósfera; a pesar de la burbuja tenía que llevar unas gafas oscuras con unos filtros especiales que le protegiesen los ojos y unas gruesas botas para evitar que los restos de asfalto de las calles, en los que prácticamente se hundía cuando caminaba a causa del asfixiante calor, pudiesen quemarle los pies.

Una vez al año cada familia tenía derecho a asistir al único parque público protegido por una inmensa y la única burbuja transparente de la ciudad donde podían contemplar un modesto nivel de vegetación, restos de las últimas especies protegidas que pudieron salvar de la intemperie. Era el único sitio donde podía verse agua, sintetizada mediante procesos químicos, en fuentes a lo largo del paseo. Había incluso un pequeño estanque. Ningún animal. En aquel lugar los visitantes disfrutaban de algo parecido a estar al aire libre. Se decía, sin embargo, que había otros, donde personas adineradas disponían de sus propios jardines, cubiertos en cualquier caso, con agua, vegetación y al parecer algún animal, aunque no se sabía a ciencia cierta si esto no eran más que habladurías del pueblo, leyendas aparecidas del deseo y de los relatos que se seguían contando a los niños.

Sudaba, notaba cómo las gotitas salían de cada uno de los poros de su piel y se arrastraban limpiamente entre el tejido sintético que cubría totalmente su cuerpo sin que el más mínimo rastro de bello (hacía ya tiempo que la raza humana lo había perdido) las interrumpiese, pero la sonrisa no desaparecía de su boca. El paseo era largo, aunque deseaba que mereciese la pena, esa era su esperanza. Había escuchado por los pasillos de la universidad que estaban investigando un extraño fenómeno que habían descubierto y que se estaba estudiando conjuntamente por el gobierno y el departamento de arqueobiología al que ella pertenecía, aunque curiosamente no le habían notificado esa circunstancia. Habló con su jefe y consiguió que la autorizasen a hacer una visita al lugar donde estaban desarrollando la investigación.

Habían montado una suerte de cubierta que protegía del sol al numeroso grupo de científicos que pululaban en torno a la zona acordonada. Sus gestos denotaban preocupación y asombro. No podía ver sus rostros, tapados por las máscaras que los protegían de los nocivos efectos de los rayos solares, pero intuía que algo estaba ocurriendo. Se aproximó con cautela, sabía lo molesto que resultaba el incordio de un desconocido transitando entre mesas y equipos, aunque finalmente consiguió acercarse lo suficiente como para contemplar aquello que era el centro de atención: una flor. Apenas una rama sin hojas, retorcida como si quisiera mostrar su sufrimiento con un minúsculo capullo luchando por florecer. Era imposible, no podía creerlo, estaba en contra de todo lo que la habían enseñado desde pequeña, la vida al aire libre, al "aire nuevo" era imposible. El ser humano había acabado con la vida natural tal y como la conocían y sólo habían conseguido salvar algunas especies vegetales que conservaban como piezas de museo. No quedaba agua en el planeta, el sol quemaba y la atmósfera estaba repleta de gases tóxicos. El mundo en el que vivían recluidos y en el que se alimentaban era artificial.

Un pensamiento claro se le estaba formando en su mente cuando un vigilante del recinto la interrumpió y le señaló indicador de su burbuja, había llegado a la mitad. Tenía que volver ya. Asintió con la cabeza y se dio la vuelta para regresar. A los pocos pasos se giró para mirar de nuevo la planta, ojalá en esta ocasión no nos equivoquemos.

Rubén Cabecera Soriano.

Talavera de la Reina a 3 de diciembre de 2011.

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