Las diatribas de Francisco Irreverente. El extraño caso de los políticos titulados.



No hace mucho tiempo, todavía me alcanza la memoria para recordarlo, que en España nos quejábamos de que los políticos que nos gobernaban desde Madrid estaban, en general, poco preparados, refiriéndonos principalmente a su nivel de estudios. La chanza era que se habían dedicado a procurarse un buen asiento con la consecuente envidiable remuneración y obtención de prebendas varias —algunas de ellas sine díe—, en lugar de hincar los codos y sacarse una carrera «como Dios manda...» o mandaba. Oye, cada cual sabe de lo suyo, que diría aquel, y si las habichuelas ellos las encontraron allí, buen provecho les den y yo que me quede con la envidia —a pesar de que esas habichuelas salgan de mi bolsillo—.

De un tiempo a esta parte, la situación ha dado un vuelco sumamente grande. Debieron darse por enterados y decidieron aplicarse el cuento, y de qué manera. El caso es que si uno le dedica algún tiempo a revisar los currículum —la RAE indica que no es aceptable la utilización del plural latino— de los políticos actuales, estos son memorables tanto por su extensión como por su significación. Me explico: todos los políticos —esto es sin excepción— que alcanzan un sillón en el Congreso o que se dedican a la política en el ámbito nacional se jactan de su completa dedicación inmemorial al partido o, en su defecto y para regalo de los oídos de los votantes, a los ciudadanos, que además siempre resulta una expresión más popular. Y, claro, yo que tengo una carrerita, varios másteres, un doctorado —completado y con tesis publicada—, además de un par de idiomas aprendidos en educación reglada y otro par de ellos bien chapurreados, me pregunto, tras haber comprobado en mis carnes el ímprobo esfuerzo, además de extensa consagración, que supone adquirir estos conocimientos, ¿cómo es posible que estas personas que juran completa dedicación al cargo hayan logrado obtener tantos títulos compaginando su perseverante y abnegada entrega a la política con los estudios? Bueno, humildemente considero que solo puede haber dos explicaciones, a saber:

Primera. Todos ellos, sin excepción, son poco menos que superdotados; esto tendría todo el sentido del mundo pues justificaría la innumerable lista de títulos que puebla el currículo académico de nuestros políticos y, además, sería un escenario inmejorable para los ciudadanos que se verían gobernados por verdaderos estadistas, como otrora contaban los antiguos.

Segunda. La otra explicación es algo más vergonzante y es que, a cambio de ignominiosas canonjías que prefiero no imaginar, los profesores, catedráticos, examinadores y quién sabe si también administrativos y gestores acceden, ante el obnubilante poder que ejercen —o deben ejercer— los políticos, a resolver positivamente su falta de asistencia, su falta de pericia, su falta de esfuerzo, y quién sabe si también su falta de inteligencia —aunque es seguro que no les falta astucia— concediéndoles un título en condiciones mucho más ventajosas que las que reciben el resto de pobres infelices alumnos. Reconozco —pues también soy profesor— que cada alumno es un mundo y que la tendencia en la universidad debería ser que cada estudiante recibiese la atención necesaria para lograr su óptimo aprendizaje, pero eso debe alejarse de la displicencia con la que algunos alumnos se presentan a los cursos con carnés en la mano indicativos de su filiación.

El primer escenario me parece inverosímil, tristemente increíble. De ser así, España ostentaría una posición mucho más respetable a nivel mundial en muchos aspectos y dejaríamos de ser la monarquía parlamentaria bananera que somos y que demostramos ser de forma consistente y permanente.

El segundo escenario, el que parecen demostrar los hechos acontecidos últimamente, me entristece sobremanera porque denigra una institución, la universidad, que subsiste gracias a su propio crédito obtenido a base de años y años de docencia consiguiendo que innumerables alumnos se enfrenten al mundo con cierta preparación. Aunque, la verdad es que bien pensado, esta circunstancia en la que parecemos movernos en la actualidad con cierta comodidad, con poco asombro, casi sin reaccionar más allá de la broma y sin que nos produzca más que unas sonrojantes risas podría llevarnos a comprender otra situación mucho más grave que acontece en nuestro país: estamos a la cabeza en número de trabajadores que desempeñan oficios para los que están sobrecualificados. Tenemos camareros-arquitectos, repartidores-filósofos, limpiadores-físicos y vete tú a saber qué otras combinaciones nos ofrece la estadística nacional en lo relativo al empleo y formación de los empleados. Cuidado, que nadie vaya a ofenderse, la demagogia en estos textos está reservada para mí, y vaya a pensar que denigro las primeras partes de los binomios. Ni mucho menos, son tan necesarias como las segundas, pero resulta triste pensar que gente que ha estudiado mucho y que tanto se ha sacrificado en lo personal y en lo económico no encuentre en este santo país un empleo en el que pueda desarrollar para beneficio de todos sus conocimientos devolviendo a su país parte de aquello que aquel le dio, pero esto es ya otro problema que a nadie parece preocuparle mientras resolvemos el extraño caso de los políticos titulados. 


Imagen de origen desconocido.

En Mérida a 15 de agosto de 2018.
Francisco Irreverente.


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