No hace mucho tiempo, todavía me alcanza la
memoria para recordarlo, que en España nos quejábamos de que los políticos que
nos gobernaban desde Madrid estaban, en general, poco preparados, refiriéndonos
principalmente a su nivel de estudios. La chanza era que se habían dedicado a
procurarse un buen asiento con la consecuente envidiable remuneración y obtención
de prebendas varias —algunas de ellas sine díe—, en lugar de hincar los codos y
sacarse una carrera «como Dios manda...» o mandaba. Oye, cada cual sabe de lo
suyo, que diría aquel, y si las habichuelas ellos las encontraron allí, buen
provecho les den y yo que me quede con la envidia —a pesar de que esas habichuelas salgan de mi bolsillo—.
De un tiempo a esta parte, la situación ha
dado un vuelco sumamente grande. Debieron darse por enterados y decidieron
aplicarse el cuento, y de qué manera. El caso es que si uno le dedica algún
tiempo a revisar los currículum —la RAE indica que no es aceptable la utilización
del plural latino— de los políticos actuales, estos son memorables tanto por su
extensión como por su significación. Me explico: todos los políticos —esto es
sin excepción— que alcanzan un sillón en el Congreso o que se dedican a la política
en el ámbito nacional se jactan de su completa dedicación inmemorial al partido
o, en su defecto y para regalo de los oídos de los votantes, a los ciudadanos,
que además siempre resulta una expresión más popular. Y, claro, yo que tengo
una carrerita, varios másteres, un doctorado —completado y con tesis publicada—,
además de un par de idiomas aprendidos en educación reglada y otro par de ellos
bien chapurreados, me pregunto, tras haber comprobado en mis carnes el ímprobo esfuerzo,
además de extensa consagración, que supone adquirir estos conocimientos, ¿cómo
es posible que estas personas que juran completa dedicación al cargo hayan
logrado obtener tantos títulos compaginando su perseverante y abnegada entrega
a la política con los estudios? Bueno, humildemente considero que solo puede haber
dos explicaciones, a saber:
Primera. Todos ellos, sin excepción, son poco
menos que superdotados; esto tendría todo el sentido del mundo pues justificaría
la innumerable lista de títulos que puebla el currículo académico de nuestros
políticos y, además, sería un escenario inmejorable para los ciudadanos que se
verían gobernados por verdaderos estadistas, como otrora contaban los antiguos.
Segunda. La otra explicación es algo más
vergonzante y es que, a cambio de ignominiosas canonjías que prefiero no
imaginar, los profesores, catedráticos, examinadores y quién sabe si también
administrativos y gestores acceden, ante el obnubilante
poder que ejercen —o deben ejercer— los políticos, a resolver positivamente su
falta de asistencia, su falta de pericia, su falta de esfuerzo, y quién sabe si
también su falta de inteligencia —aunque es seguro que no les falta astucia—
concediéndoles un título en condiciones mucho más ventajosas que las que
reciben el resto de pobres infelices alumnos. Reconozco —pues también soy
profesor— que cada alumno es un mundo y que la tendencia en la universidad
debería ser que cada estudiante recibiese la atención necesaria para lograr su óptimo
aprendizaje, pero eso debe alejarse de la displicencia con la que algunos alumnos se
presentan a los cursos con carnés en la mano indicativos de su filiación.
El primer escenario me parece inverosímil,
tristemente increíble. De ser así, España ostentaría una posición mucho más respetable
a nivel mundial en muchos aspectos y dejaríamos de ser la monarquía
parlamentaria bananera que somos y que demostramos ser de forma consistente y
permanente.
El segundo escenario, el que parecen
demostrar los hechos acontecidos últimamente, me entristece sobremanera porque
denigra una institución, la universidad, que subsiste gracias a su propio crédito
obtenido a base de años y años de docencia consiguiendo que innumerables alumnos
se enfrenten al mundo con cierta preparación. Aunque, la verdad es que bien
pensado, esta circunstancia en la que parecemos movernos en la actualidad con
cierta comodidad, con poco asombro, casi sin reaccionar más allá de la broma y sin
que nos produzca más que unas sonrojantes
risas podría llevarnos a comprender otra situación mucho más grave que acontece
en nuestro país: estamos a la cabeza en número de trabajadores que desempeñan
oficios para los que están sobrecualificados. Tenemos camareros-arquitectos,
repartidores-filósofos, limpiadores-físicos y vete tú a saber qué otras
combinaciones nos ofrece la estadística nacional en lo relativo al empleo y
formación de los empleados. Cuidado, que nadie vaya a ofenderse, la demagogia
en estos textos está reservada para mí, y vaya a pensar que denigro las
primeras partes de los binomios. Ni mucho menos, son tan necesarias como las
segundas, pero resulta triste pensar que gente que ha estudiado mucho y que tanto
se ha sacrificado en lo personal y en lo económico no encuentre en este santo país un empleo en el que
pueda desarrollar para beneficio de todos sus conocimientos devolviendo a su país
parte de aquello que aquel le dio, pero esto es ya otro problema que a nadie parece preocuparle mientras resolvemos el extraño caso de los políticos titulados.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 15 de agosto de 2018.
Francisco Irreverente.
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