Nadie quiere ser pobre porque odiamos la
pobreza, y si uno termina siendo pobre se sentirá odiado, repudiado, incluso
temido por la sociedad. La pobreza es un problema que erradicamos en su origen
provocando más pobreza en otros para incrementar nuestra riqueza. Esta estable —por
cuanto es complicada de cambiar— oscilación —por ser incremental— se da entre
personas, sociedades, naciones, etc., es decir, entre cualesquiera elementos
susceptibles de amasar dinero para sí sustrayéndolo de forma directa o indirecta
de otros elementos susceptibles de perderlo. Obviamente no se trata de un
complot urdido por una mente perversa cuya existencia está limitada a unos
pocos años de vida y que finalizará cuando esta se escape de su cuerpo; esto es
un cuento utópico que nos gusta creer y con el que fantaseamos para evadirnos
deseando un mejor futuro, más ecuánime y justo Se trata, más bien, de un
problema de equilibrio al que nos llevan los desequilibrios —siempre con la
paradoja presente— al que nos empuja el sistema capitalista liberal que se ha
impuesto sustentado en el dinero como fundamento de sus principios inventados y
creídos por todos nosotros, porque todos somos creyentes, en mayor o menor
medida, de esta religión que sincretiza los sistemas desarrollados a lo largo
de la historia de la humanidad que permitieron su avance en un único sistema
capaz de acabar con sociedades enteras sin violencia aparente o, al menos, sin sangrienta
beligerancia en la actualidad. Estos principios formalizados en el siglo xviii
y que encontraron justificación filosófica inmediata porque vaticinaban la
riqueza individual basada en el trabajo supuso, con redoble de tambor, el
cambio definitivo en la manera de pensar occidental que terminaría imponiendo
su imperio en todo el mundo y, como suele ocurrir, el que primero llega se
lleva el gato al agua. Está tan profundamente arraigada esta forma de entender
el mundo en la actualidad que difícilmente podemos abstraernos e intentar hacer
una valoración objetiva de la realidad inventada en la que vivimos.
El problema no es el dinero, porque este es
muy anterior al capitalismo liberal, de hecho, posiblemente sin esta invención
no habría sido posible alcanzar el nivel de desarrollo actual por mucho que
gran parte de este se haya producido en los dos últimos siglos con la violenta
—por imponente— implementación del sistema capitalista. El problema radica en
el concepto de riqueza y, sobre todo, de acumulación de riqueza de unos que conlleva
el subsiguiente empobrecimiento de otros. Este afán acumulador es el que ha
provocado el ideario liberal capitalista, pero si nos paramos a pensar qué nos aporta
la sobredosis de riqueza que queremos sufrir. Seguramente el término sobredosis
sea acertado por cuanto esa acumulación de riqueza se convierte casi en una
droga que permanentemente queremos tomar, aunque en la mayoría de las ocasiones
solo podemos desear. No está prohibido ser rico, pero la atracción que provoca
la riqueza la convierte en un objeto de deseo per se y en un medio para obtener
otros objetos de deseo que solo son alcanzables si se es rico: «Quiero más
porque teniendo más podré poseer más». Lo triste es que quien tiene menos es
considerado como inferior, es considerado pobre y no se le quiere, se le
rechaza y repudia. Decía Adam Smith —ideario en gran medida de toda esta ficción—
que todo ser humano debe poseer un excedente por encima de sus necesidades para
poder intercambiarlo y prosperar. Pero en ese «prosperar» se olvidó de considerar
las consecuencias que conllevaría la obtención de dicho excedente y la forma en
que se produciría dicho intercambio. Seguramente era imprevisible en aquel
momento. Seguramente, como ocurre con la mayoría de las invenciones, no existió
un mal intrínseco en esa invención, y analizada de forma aislada y objetiva ese
mal tampoco es justificable en la actualidad, aunque se puede observar con solo
levantar un poco la cabeza y entornar la vista para enfocar a una distancia
mayor de dos palmos. Seguramente en el momento en el que decidimos colaborar
para no saber hacer nada de forma individual, es decir, cuando decidimos
especializarnos para que fabricar un zapato no pudiera hacerlo una sola persona
terminamos por condenarnos a una pobreza endémica del sistema que solo unos
pocos logran superar a costa de los demás, y es que hay una evidencia
irrefutable que demuestra que el capitalismo se limita a repartir una riqueza
limitada de forma desigual: odiamos a los pobres y envidiamos a los ricos.
¿Cómo consigue sostenerse este sistema si la
riqueza es limitada? El consumo alimenta el sistema para que pueda mantenerse,
pero curiosa y desgraciadamente —porque soy un ferviente creyente en ella— es
la ciencia y su aplicación tecnológica la que permite elevar el nivel de
riqueza para que la balanza siga desequilibrada, aunque vaya periódicamente
incrementándose para evitar el colapso. El sistema capitalista se sustenta en
la ciencia para que la riqueza aumente cada cierto tiempo y el consumo pueda
incrementarse.
Es verdad que teóricamente cualquier persona
en este sistema puede ascender a la cúspide de la riqueza, pero es una verdad a
medias, llena de falsedades y tópicos, en la que es imposible englobar todos
los parámetros reales que forman parte del proceso y que hacen inverosímil ese
aforismo. Las dificultades que puede tener un subsahariano nacido en un campo de
refugiados para convertirse en rico, por poner un ejemplo, frente a un suizo de
familia adinerada son infinitamente mayores si no se produce un cambio
sustancial en las condiciones geopolíticas y económicas mundiales. También la
proposición inversa —no contemplada de forma directa en el ideario capitalista
para no infundir un miedo más que justificado en sus practicantes— es falsa y
las posibilidades de que el mismo subsahariano se convierta en un migrante que
huye de la pobreza son infinitamente mayores que la del mismo suizo. Por tanto,
el sistema condena a la pobreza por razón de raza y nacionalidad a millones de
personas. Se trata de un sistema racista y xenófobo, se trata de un sistema que
induce aporofobia.
Imagen de origen desconocido.
Mérida 3 de agosto de 2018.
Francisco Irreverente.
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