Mi propio esclavo.




El despertador emitió su haz de luz naranja a las 5:03. Directamente a mis ojos, cerrados hasta ese mismo instante. Una cámara con sensor de movimiento había monitorizado mi sueño durante toda la noche decidiendo hasta cuándo debía descansar. Hace unos años un estudio de alguna universidad prestigiosa demostró que los ruidos al despertar provocaban un retraso en el tiempo requerido para iniciar la actividad matutina. Esto era inaceptable para la sociedad, para su desarrollo — enriquecimiento quisieron decir de algunos—, como así nos hicieron creer. Al parecer, si un ruido te despierta, uno tarda más en alcanzar el grado de concentración necesario para poder iniciar su trabajo. El caso es que se impusieron, tras pocos, muy pocos, días de desarrollo, una suerte de pulseras vibradoras que la gente compró masivamente. A la hora programada estas pulseras se movían en tu muñeca despertándote de un sobresalto que te activaba de forma inmediata. A mí nunca me convencieron, la verdad. Y supongo que tampoco a mucha gente más porque seguidamente otra universidad —o tal vez fue la misma—, financiada con fondos privados, desarrolló un dispositivo luminoso que hacía la misma función que la pulsera —y que el tradicional despertador—, solo que este costaba casi cuarenta veces más. Lo compramos. Alguien se lucró a nuestra costa, pero eso no parecía importar demasiado porque, en definitiva, ese era el objetivo de todos: convencer a los demás para que consumieran cada vez más y más, y para lograrlo, era necesario ganar más dinero; una de las formas —no es la única por más que desconozca las otras— es trabajar cada vez más y más. Por tanto, la consecuencia de este afán consumista es muy simple: es necesario conseguir más dinero, aunque sea a costa de nuestra propia explotación.

Hoy, como cada día me levanté temprano, poco importa si es festivo o diario. Lo de la luz naranja es falso, por ahora, lo de la pulsera no, aunque me niego a llevarla, prefiero el despertador a pesar de que ya no lo necesito. Salí de la cama un poquito antes que ayer porque, como ayer, hoy tenía un poquito más que hacer. «Todavía me quedan horas de sueño», pensé, que es mi cantinela de todos los días. Y es cierto, aún sigo anclado en mis cómodas cinco horas, así que no tengo motivos para quejarme. «Más que suficiente», me digo a mí mismo y, seguramente, es verdad: es la suerte de los que tenemos el llamado gen «Thatcher», o creemos tenerlo; ese que, al parecer, permite dormir poco sin dejar de rendir en el trabajo —que no en el resto de actividades, vamos, que se trata de un gen selectivo seguramente implantado por algún explotador desalmado, ergo yo mismo—.

Debo tardar algo menos de cinco minutos en desayunar y lo hago mientras repaso la lista de tareas que debería completar en los ciento sesenta y tres minutos que dispongo antes de comenzar a realizar otras actividades. Son exactamente esos minutos, ni uno más, porque a partir de las siete y cuarenta y tres comienzo a preparar el desayuno de los niños y de mi mujer, y su merienda —solo la de los niños—. En esto disfruto, mucho, verdaderamente me encanta, no solo por el hecho de que se trata de una faena placentera y descansada, sino porque sé perfectamente para quién la hago y por qué, dos cuestiones que me parecen cruciales e indispensables para convencerse a uno mismo de la valía de nuestro esfuerzo. El día que no disfrute con esto, habrá llegado el fin…

La esclavitud, especialmente a partir del primer tercio del siglo XX, se consideró un crimen contra la humanidad. Se hizo un gran esfuerzo por abolirla y se lograron grandes avances, incluso en la explotación infantil y sexual. Esporádicamente llegan a oídos del mundo desarrollado noticias terribles acerca de la trata de personas o del reclutamiento forzado de seres humanos —incluidos niños— para dirimir conflictos armados, en los que ese mundo desarrollado tiene mucho que ver, aunque de forma genérica nos llevemos las manos a la cabeza y a los ojos cada vez que nos invaden noticias relacionadas con el asunto, aun así, al menos en occidente, podía decirse que la esclavitud está extinguiéndose... en apariencia.

En cualquier caso, cualquier excusa sirve en nuestro avanzado mundo para conmemorar cada 23 de agosto el Día Internacional del Recuerdo de la Trata de Esclavos y de su Abolición o el 2 de diciembre el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud, si bien es cierto que la esclavitud, tal y como la conocemos, está lejos de ser abolida por más que se hayan logrado ciertos avances, tenemos otra forma de esclavitud que está imponiéndose en el mundo desarrollado y de la que no parece que seamos conscientes o, tal vez, siéndolo, no queramos reconocerla: la autoesclavitud. Imagino que los planteamientos iniciales no deben ser muy diferente a aquellos que movían —y mueven— a quienes durante siglos y siglos se valieron de esta fuente de trabajo para obtener pingües beneficios a costa del sufrimiento de los demás, sometiéndolos, oprimiéndolos, suprimiendo su libertad. Tras esta vil muestra de maldad está la avaricia, el egoísmo, la ambición, … manifestaciones todas ellas de la depravación y podredumbre de las que los humanos se valen para alcanzar sus espurios fines.

Yo soy uno de esos nuevos esclavos, curiosamente mi explotador soy yo mismo, y digo curiosamente porque se trata de una forma de esclavitud en la que uno se convierte en su propio esclavo sin que en apariencia pueda hacerse nada porque, obviamente, se trata de una situación consentida o, al menos, eso parece. La verdad es que si alguien, conscientemente, ha diseñado semejante sistema de explotación es digno del más alto reconocimiento por más que su mente retorcida haya sido capaz de llevar a tan extrema situación a un grupo muy numeroso de la población, población perteneciente solo al mundo desarrollado o, al menos, a un sector muy concreto del mundo, una suerte de clase media de profesionales que ejercen su profesión de forma autónoma y cuyos rendimientos dependen exclusivamente del tiempo dedicado a su trabajo, aunque este rendimiento, valorado en términos productivos, esto es, económicos, no sea proporcional a esas horas, si bien sí que el beneficio real final existe, sea quien sea el beneficiario y claramente no es el autor del trabajo.

Resulta sorprendente que mi consciencia me obligue a hacerlo todo, absolutamente todo, sin poder dejar nada, sin ser capaz de decir no, sin poder procrastinar, básicamente porque entonces, supongo, el nivel de angustia y desasosiego por no ser capaz de llegar llegaría a límites insospechados, inimaginables, terribles para mí. No quiero comprobarlo. Posiblemente el mayor —y tal vez único— decepcionado ante un «No» o un «No es posible para mañana» o un «Estoy de vacaciones» sería yo mismo, lo cual lo hace más absurdo aún, ante la incapacidad de negarse a desarrollar un trabajo en condiciones precarias y míseras.

Uno podría pensar que la motivación que le lleva a uno a convertirse en esclavo de sí mismo es económica, no es que pudiera sentirme especialmente orgulloso de ello, pero la realidad es que esta afirmación es falsa. No existe compensación económica que equilibre esa entrega en cuerpo y alma al trabajo, porque, en efecto, no existe, no hay remuneración o es absolutamente desproporcionada. La sociedad se ha servido de ciertos mecanismos tales como la manipulada oferta y demanda del mercado o la propia educación para convencernos de que tenemos que trabajar más y más, aunque sea sin cobrar y de forma precaria, porque mañana —o pasado mañana— puede llegar tu verdadera oportunidad y recibir un trabajo bien remunerado que te permita trabajar algo más cómodamente. Indiscutiblemente falso. Esta circunstancia ha provocado que el bien más preciado, pero menos valorado, de estos nuevos esclavos sea el tiempo. Un tiempo que se entrega al peor postor, ya que no hay buenos postores, a costa de la vida de cada cual, afectando directamente al entorno de uno mismo y provocando la desestructuración del tejido social en su urdimbre esencial, esto es, la familia. Consecuentemente, esta nueva esclavitud atenta contra la libertad de cada cual, desde el momento en que te impide desarrollar otros aspectos importantes, trascendentales, de la vida de cada uno.

«Exagerado», podrían acusarme, pero la realidad es que no se trata de una situación puntual, está generalizada y es tanto peor, cuanto más responsable es uno, lo que parece convertirlo a uno en estúpido, en un ciego necio incapaz de detectar la realidad o peor aún, detectándola, ser incompetente para hacer lo procedente y alterarla. Pero es que, claro, cambiar esto supondría alterar un modelo económico en el que el trabajo de estos esclavos autónomos cualificados dejaría de ser productivo si no hubiese contraprestación, nuevamente un sinónimo de esclavitud, con lo que aquellos sectores favorecidos en última instancia por este comportamiento increíble y absurdo de parte de la población dejarían de percibir los resultados de forma graciosa —por gratuita— e imagino que no debe ser de su agrado.

También podría acusárseme de falaz por el hecho de que no hay sufrimiento en esta aparente nueva forma de esclavitud. Hombre, hay un obvio sufrimiento personal, interior, seguramente más difícil de valorar, pero que ineludiblemente está presente. Sin embargo, el dolor físico, aunque no en forma de latigazo, también está presente. Evidentemente no sangra uno —salvo situaciones extraordinarias—, no termina derrotado y moribundo por la paliza recibida, no existe una manifiesta crueldad, y precisamente de ahí la finura del método, pero que le pregunten al que trabaje catorce o más horas al día sentado frente a un ordenador, o de pie tras un mostrador, o en el coche yendo de un sitio para otro sin apenas tiempo para comer, que le pregunten si no le duelen los brazos, las piernas, el cuello, la espalda. Resulta que uno no puede ponerse enfermo porque ya está enfermo, pero, además, y esto es más triste aún, no le llega la vida, no le llega el tiempo, para ir al médico a que le vea. No puedo imaginar un trabajador más rentable para el sistema. Tiene, es indudable, todos los derechos de las personas libres, esto es así, pero a duras penas puede ejercerlos, así que ¿cuál es la diferencia? Y, por favor, que no se interpreten mis palabras como una simple demagogia, creo que hay que hacer una profunda reflexión acerca de esta situación para equilibrar esta cruel realidad.

Además, esta situación precaria tiene una consecuencia inevitable que, en este caso, sí que repercute negativamente en la sociedad: la mediocridad. Si uno cada vez tiene que hacer más y más para vivir con cierta dignidad, terminará inevitablemente viéndose superado por el cúmulo de trabajos lo que finalizará fomentando esa mediocridad que repercute de forma directa e inevitable en todos. Siempre he sostenido que el límite de la dignidad lo pone el hambre. Quiero pensar que este límite en esta nueva forma de esclavitud está muy lejos aún de producirse, es algo casi metafórico, pero cada vez lo veo más cerca y este hecho debería preocuparnos a todos.


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 24 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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