El muro. (Parte vii y final).


—Sabes que siempre confié en ti —le dijo al ministro de Interior, una vez todos se hubieron marchado—. Sabes que todo lo que hice te lo consulté —el presidente hizo una pausa reflexiva, casi confesional, antes de proseguir— de una u otra forma. Sin embargo, esta decisión que acabo de tomar ha sido, diría que por primera vez en mi vida, unilateral. No te he pedido opinión, ni te daré la opción de opinar. Es mi decisión y te concierne. Serás el presidente como acabo de decir. Yo me marcharé, tal y como he explicado. Harás lo que te plazca, aunque seguramente provocarás cambios para los que difícilmente el pueblo está preparado. No seré yo quien te explique cómo debes hacerlo. Hace tiempo, cuando hablábamos de cambiar el mundo, realmente nos referíamos a nuestro país, pero la realidad era que solo nosotros cambiaríamos. Y yo cambié, pero tú no. En realidad, me lo has demostrado durante todo este tiempo. Siempre has estado del lado de la gente, ahora lo veo claro. Has procurado minimizar el impacto de mis decisiones. No te lo reprocho, pero me habría gustado que me dijeses que me estaba desviando, que el camino que habíamos trazado no es el camino que estaba siguiendo. ¿Acaso no confiabas en mí?, ¿acaso pensabas que mandaría encarcelarte o asesinarte? ¿Tan poco crees que te estimo, tan poco cariño crees que te tengo?

—Sabes que no se trata de eso —respondió el ministro levantándose de su asiento y acercándose al presidente de forma parsimoniosa, casi procesional—. Eres consciente, tal y como tú mismo acabas de decir, de que el camino que pensamos, el que diseñamos cuando el mundo se nos hizo pequeño, lo retorciste, lo manipulaste, lo convertiste en un camino de odio y represión. No sé si tu intención fue buena o mala, no sé si el mundo que viste te obligó a tomar esas decisiones, no sé si pensaste que antes de llegar a la plena libertad que deseábamos, a la igualdad que buscábamos, era necesario pasar por aquí, la verdad es que no lo sé. Tampoco tú compartiste tus pensamientos conmigo, puede que sí tus decisiones, pero nunca tus motivaciones. Ahora debo ser yo quien te haga la misma pregunta que me hiciste antes: ¿Acaso no confiabas en mí? No lo creo, como tú tampoco lo creías. Sé que has sufrido mucho, sé que no es sencillo estar donde estás, pero posiblemente eso mismo sea lo que haya provocado tu cambio. ¿Recuerdas los inicios?, ¿recuerdas cuando fuiste elegido? Apenas nadie creía en ti, en nosotros, pero logramos lo impensable. No eras el populista en que te has convertido, pero prometiste políticas sociales que fueron aclamadas. Pediste confianza y te la dieron. Creo que la has traicionado y si la gente no protesta, no se manifiesta, no lucha, es por miedo. Pero el límite del miedo lo establece la dignidad. Eres consciente de que el momento del valor, de la rebelión, de la lucha de la gente, ha llegado y sabes que el pueblo va a luchar, no lo quieres vivir, no al menos aquí. No sé si es por miedo, no lo sé, miedo a que te hagan lo mismo que tú les has hecho a ellos. Es comprensible que pienses que todos te señalarán a ti, porque todos ya lo hacen desde el silencio, pero tu huida no provocará el olvido. El dolor no se olvida, las heridas se curan, pero las cicatrices no desaparecen, son una fotografía permanente del sufrimiento vivido. Antes o después te encontrarán y si no lo hacen nadie olvidará qué les has hecho. Nadie lo hará. Si no logran vengarse con tu persona, lo harán con tu historia. Serás un defenestrado para este país, tú que quisiste que tus gentes fueran felices. Tu lucha está decidida. Perdiste en el instante en que decidiste olvidarte de la gente. Sé que hay muchos que te alaban, pero no sé cuántos de estos lo hacen también por miedo, o para ganarse tu aprecio en su beneficio. No sé cuántos son sinceros y creen verdaderamente en ti, más allá de sus intereses espurios que tú mismo favoreces, seguramente para complacerles y tenerles de tu lado. No eres tonto, lo sé, lo sabes, nunca lo fuiste y nunca lo serás. Si has tomado esta decisión debe ser porque ves tu fin cerca, demasiado cerca. Posiblemente has apurado tu tiempo demasiado y esta huida, porque es lo que estás haciendo, huir, lo demuestra. No te reprocharé que lo hagas. Eres libre para hacerlo, tú sí, pero entiende que en el momento en el que salgas de este país, ordenará tu persecución. Lo haré justo después de convocar elecciones. No te preocupes, nadie te encontrará salvo que tú mismo decidas entregarte y nadie lo hará porque hay mucha gente que te protegerá. No quiero saber dónde estarás, no quiero tener indicios de tu nuevo destino, de tu nueva identidad. No me des esa información porque la usaría contra ti y, como tú mismo acabas de decirme, yo a ti también te estimo, también te tengo cariño.

El presidente se recostó contra el respaldo de su asiento, el ministro se encontraba frente a él, de pie. El presidente había empequeñecido ante la inconmensurable silueta de su ministro. Se levantó. Su rostro reflejaba cansancio, un agotamiento vital que le acartonaba por instantes la piel casi convirtiéndolo en un despojo, nada quedaba de aquel vigor con el que arrancó su carrera política. Le cedió, casi con una reverencia, el asiento que él mismo había ocupado durante las últimas décadas, pero el ministro negó el ofrecimiento con un gesto rotundo, inapelable.

El presidente se marchó. Cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado, intentando no perturbar la profunda reflexión de su ministro que ya no lo sería más. El silencio se hizo con el salón. El ministro, de pie, miró hacia el sillón que acababa de vaciarse. «Lo ocupará la gente», pensó con firmeza, aunque sabía que eso no sería fácil.


Imagen: Peter and the Wolf, 1943, Benn Shahn.

En Mérida a 10 de diciembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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