El muro. (Parte iii).



El último ladrillo lo colocó él mismo. Salió en todas las portadas de los periódicos con un casco impoluto de obrero, subido a un andamio de varios metros de altura y rodeado de la plana mayor de su gobierno. Todos sonreían ampliamente posando para las cámaras. Incluso, cuando el acto terminó, muchos se quedaron haciéndose fotos que colmarían las repisas de muchas chimeneas en las que aparecían con el muro recién terminado. Es más, se convirtió esa zona del muro en lugar de peregrinación para los habitantes del país que tomaron como costumbre visitarla para hacerse una foto con la misma pose que ofreció el presidente, incluso algún que otro avispado empresario creó una compañía que ofrecía a los visitantes un casco y un ladrillo similares a los originales con los que, tras tomar la pertinente instantánea, se compondría, junto a dicha foto, un magnífico recuerdo de la visita.

Entonces llegó la primera carta. Era muy sencilla. Era muy corta. No tenía remitente. Llegó a nombre del presidente a su residencia oficial, la Casa del Muro, se denominaba, que fue construida en una zona de la capital en la que se reprodujo a modo de monumento conmemorativo un trozo del muro que rodeaba el país. La carta fue supervisada para comprobar que no contenía ningún artefacto explosivo. Después fue entregada, cerrada, al presidente. Los agentes censores, encargados de supervisar el correo, seguían haciendo su trabajo, aunque ahora solo lo hacían para el correo nacional, pues el cierre del muro había cortado la correspondencia con otros países. Sin embargo, este servicio que pertenecía al Ministerio del Interior tenía instrucciones precisas de que la correspondencia del presidente, supuestamente, no debía ser revisada.

La carta decía así:

Querido Presidente,
Mi marido se quedó fuera, quería entrar, pero no llegó a tiempo. ¿Qué puedo hacer ahora si él no está? Confío en usted.
Carmen.

Tras el nombre aparecía una dirección, esa que se ocultaba en el remitente del sobre. No fue la única misiva que recibió, llegaron muchas más. Antonio había perdido a su mujer, María. Juana no llegó y su marido, Pedro, pedía auxilio. Una pareja había perdido a su hijo cuando regresaba de una visita al extranjero. Unos abuelos rogaban al presidente que se apiadara de su nieta, Ana, que se quedó a las puertas cuando estaban cerrando el último acceso. Y así, cientos de cartas, miles, de forma que el presidente se vio obligado a convocar una rueda de prensa para aclarar la situación: «Se advirtió que el proceso de clausura se haría el día de la fiesta nacional, como todos sabéis, ahora llamado el Día del Muro. Todo el mundo conocía esta circunstancia Se anunció con suficiente antelación. No es justificable alegar excusas de ningún tipo que solo sirven para alentar el malestar entre quienes convivimos pacíficamente dentro de la seguridad que ofrece nuestro muro. Aquellos que han perdido familiares, amigos o compañeros han de recibir nuestro más sentido pésame, el mío y el de todo el gobierno, pero ya no podemos hacer nada. Aquellos que pretendan saltar el muro serán punidos con todo el peso de la ley y aquellos que pretendan contactar con el exterior serán acusados de traición».

Un día el ministro de Interior se acercó tras un Consejo y se dirigió al presidente: «Señor presidente, querría hablarle de algo…». Ambos se conocían desde hacía mucho tiempo. El ministro era el verdadero hombre de confianza del presidente y le había mostrado su lealtad en innumerables ocasiones. Era el único que se atrevía a llevarle la contraria tanto en privado como en público, aunque las ocasiones en que lo hacía frente a otros eran muy contadas. Siempre prefería aguardar a estar a solas con él y manifestarle su opinión. Habían sido compañeros desde el colegio y aún recordaba como el ahora ministro solía entonces protegerle frente a aquellos que querían abusar de él, y desde entonces su amistad, sincera, había perdurado. El ministro, un hombre corpulento y de gran envergadura imponía con su sola presencia, pero ante el presidente se mantenía a una distancia lo suficientemente alejada como para no provocar esa sensación sobre él. Sin embargo, en esa ocasión se acercó conscientemente. El presidente se sintió ligeramente incómodo, percibió como el ministro le intimidaba sin que, en apariencia, quisiera hacerlo.

—Dime, hombre, no te lo guardes— le dijo dando un paso hacia atrás sutilmente.

—Hace mucho tiempo que no vienes a mi casa…—. El presidente le interrumpió.

—Si ese es el problema podemos resolverlo esta misma noche. Ciertamente hace mucho tiempo que no veo a tu familia.

—No, precisamente ese el problema. No te he invitado, aunque ganas no me faltaron, porque mi hijo ya no está con nosotros.

La cara del ministro se tornó triste y compungida al instante.

—No te entiendo. Quieres decir que ha fallecido y no me lo has dicho. No comprendo. Explícate por favor —le dijo con una firmeza inusitada de la que solo hacía gala en momentos de mucha tensión y que utilizaba, inconscientemente, para llamar al orden.

—No, señor presidente. —Agachó la cabeza—. Mi hijo no está con nosotros porque se quedó fuera del muro.

—¿Cómo es eso posible? —gritó—, ¡qué narices ocurrió!, ¿lo secuestraron los sediciosos? Esos hijos de perra. Cuéntame, por favor. Haremos todo lo posible por conseguir que vuelva a estar entre nosotros.

—No, no, no, señor presidente. Nuestro hijo no está con nosotros porque nosotros lo mandamos fuera.

—Pero, eso es traición. Tú, tú lo sabes…

—Lo sé.

—No entiendo…

—Esto que te voy a decir no te va a gustar. Pero prefiero hacerlo yo antes de que te enteres por otros, aunque quiero pensar que ya lo sabes, y antepones tu sentido de nación al amor de tu gente.

»¿Recuerdas la primera carta que recibiste después de la clausura del muro? —El presidente asintió sin manifestar el más mínimo signo de duda—. Pues no fue la primera que te llegó. Hubo muchas otras anteriores. Todas pasaron por mis manos. Las primeras que enviaron más o menos al año del tener el muro cerrado contaban que la escasez de ciertos productos era intolerable. Al principio se hablaba solo de bienes de consumo innecesarios y que, en cualquier caso, podían suplirse fácilmente con otros parecidos. Fruto de esta situación pusimos en marcha el Plan de Industrialización Mural, recuerdas el nombre, ¿verdad?, fue idea tuya. Pues bien, la situación se normalizó y la gente superó la ausencia de ciertos productos con facilidad. Después las carencias fueron alimentarias. Tenemos una tierra muy extensa, pero hay alimentos que no podemos obtener y, a pesar de que nuestro pueblo no pasa hambre, carece de ciertos suministros que nuestros nutricionistas consideraban indispensables. Recuerdas que tú mismo saliste a decir, cuando te propusimos el Plan Nutricional Mural, que ni tan siquiera tú tenías acceso a esos alimentos. La gente te creyó. Trabajamos mucho para conseguir producir sintéticamente aquellos complementos alimenticios que no podíamos obtener de los alimentos porque carecíamos de ellos. Pero luego comenzaron a llegar escritos pidiendo auxilio porque no lograban contactar con los seres queridos que se habían quedado al otro lado del muro. Debo confesarte que yo mismo hice uso de algunos canales ilegales que permitían contactar con gente del exterior, pero poco a poco se fueron cerrando hasta que el último, más o menos consentido por todos los estamentos, terminó cayendo. Entonces fue cuando realmente nos aislamos. Tras ese corte, Carmen mandó su carta. La leí, sí ya sé que eso está prohibido, pero decidí que tenías que recibirla. Cuando vi tu reacción me vine abajo. Pensé por un instante que permitirías un pequeño cambio, algo que mostrase tu humanidad, pero no fue así. No podía soportar la idea de no volver a ver o a hablar con mi hijo. Desde entonces se han multiplicado los casos de gente que buscan algún medio para escapar, para huir, para intentar contactar con sus seres queridos.

—Vete, márchate ahora mismo.

—Señor presidente…

—He dicho que te vayas… Sal inmediatamente de mi despacho.




Imagen: El museo de la memoria. Rosario, Argentina.
  
En Valladolid a 23 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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