Historias de Errante. (Capítulo ii). Errante y el pequeño saltamontes.



Qué duro es caminar cuando cada paso solo te aleja del anterior, cuando el lugar hacia el que te diriges es la nada y provienes de ella. Errante lleva despierto algunas horas, no asoma aún el alba y ya ha recogido su estalache, ha procurado asearse lo más dignamente posible con el agua helada de una fuente cercana y se ha puesto a la busca de algo que llevarse a la boca, como hace cada día desde ya no sabe cuánto tiempo. Las ridículas sobras del desayuno aplacarán su hambre a lo largo del día pues hoy cambiará de ciudad; la caridad es una virtud que se cansa con facilidad y escasamente da para subsistir unas semanas. Tomará sus enseres y los cargará hasta Encontrar otro hogar, que diría aquel; Estará todo el día de mudanza, pensará otro. La realidad es que sencillamente huirá hacia no sabe dónde, hacia esa nada que aterra, pero a la que Errante ya se ha acostumbrado y que en su, paradójica desgracia, persigue insistentemente sin lograr alcanzarla por más que se esfuerce, al tiempo que lucha por alejarse de ella.

El día llora su marcha, parece triste porque Errante abandona su confortable cobijo tras las puertas de una sucursal bancaria casi abandonada en la periferia de la ciudad. Sin embargo, esa lluvia no es sino un serio inconveniente para el camino que solo le retrasa en su avance. No hay tristeza en su rostro, no le apena su partida, es necesaria para su supervivencia. Casi todo lo que porta es ropa y comida que ha podido ir recogiendo de uno y otro sitio. También lleva algún libro muy rayado recogido de la basura. Es pequeño, no quiere pesos innecesarios, sabe que podrá encontrar otros muchos allá donde quiera que llegue. Nadie le acompaña, no tiene mascota, aunque en alguna ocasión tuvo un perro, un cachorro que se le arrimó cuando le ofreció un trozo de pan y que decidió seguirle servilmente. No le prestaba demasiada atención, pero la primera noche se le acurrucó y sintió su calor, eso le confortó, casi le gustó y decidió adoptarlo. Llegó a tenerle aprecio, incluso puede que lo quisiese, desde luego hablaba con él, pero un día sencillamente desapareció. Seguramente alguien le ofreció un poco de carne y contra eso Errante no podía competir, lo entendía. Desde entonces se encontraba solo.

Miró hacia atrás cuando las luces de las farolas de las calles comenzaron a apagarse. Otra señal de despedida que a Errante no le importaba lo más mínimo. Despuntaba el día y sus zapatos desgastados comenzaron a hundirse en el barro del camino mojándole y enfriándole los callosos pies. Eso tampoco parecía importarle. Llevaba un hatillo harapiento colgado a modo de bandolera, cubierto con un plástico para protegerlo de la lluvia, cruzado de izquierda a derecha sobre la chaqueta deshilachada. Un ridículo sombrero de papel de periódico, empapado, le daba el burlón aspecto de un loco de manicomio. La barba chorreaba agua a través del cuello de la camisa. Su pecho húmedo respiraba con dificultad por el frío. Sus ojos estaban vidriosos, llevaban así toda una eternidad. Una fuerte tos le hizo parar un instante bajo un escueto árbol que apenas le resguardaba de la tormenta. Reanudó la marcha enseguida, en cuanto se recuperó tras una desagradable expectoración.

No sabría decir cuántas horas llevaba andando, pero se sentía cansado. Había atravesado algunos pueblos pequeños en los que no logró ver a nadie, porque nadie en su sano juicio estaba en la calle mojándose. Prosiguió sin atender a señales ni cruces, buscaba un sitio que le resultase conveniente para descansar y poder reponerse con unos bocados de los despojos que guardaba. No hubiera podido describirlo, pero cuando llegó supo que lo había encontrado. Estaba algo separado del camino, lo descubrió porque se alejó ligeramente para orinar, aún le quedaba algo de decoro. Se trataba de un claro sobre elevado en la zona boscosa que estaba atravesando. Una roca marcaba el centro impidiendo que los árboles pudiesen ocupar la pequeña meseta. Errante se sentó en ella. Estaba húmeda, pero algunos rayos de sol comenzaron a atravesar las nubes y sintió su placentero calor. Desenvolvió los restos de comida que llevaba y los engulló. Había adquirido la costumbre de comer con rapidez, era el miedo a que alguien o algo pudiese quitarle la escasa ración de la que disponía, como ya le había ocurrido en muchas ocasiones. Tras comer decidió echar una reparadora cabezada. Se acomodó sobre la piedra haciéndose un ovillo y colocando bajo su cabeza el hato enrollado, tal y como acostumbraba a hacer en los soportales donde pernoctaba.

Y cuando estaba en lo más profundo de su sueño, un pequeño saltamontes, haciendo lo que mejor sabía hacer, saltar, cayó en las manos de Errante que, asustado, sin saber qué ni quién le había sacado de su descanso, dio un respingo. Lo contempló mientras se incorporaba, jamás había visto tan precioso pequeño saltamontes que no parecía tenerle miedo a pesar de su triste aspecto. Comenzó a hablarle y Errante, atemorizado, lo soltó, lanzándolo lejos, pero el pequeño saltamontes siguió haciendo ruidos con los que parecía contar cosas que apenas escuchaba por lo que Errante, cuando logró tranquilizarse, hizo ademán de cogerlo, no sin cierto temor. El pequeño saltamontes se dejó alcanzar y, colocándolo en la palma de su mano, Errante lo acercó a su oído desde donde le llegaban mejor sus susurros. Errante escuchaba y escuchaba historias para él incomprensibles que narraban aventuras indescriptibles que nadie, medianamente cuerdo, atribuiría a un pequeño saltamontes, pero eran tan hermosas que en un momento dado decidió acercarlo a su corazón con la esperanza de que le enseñase el mundo que tanto tiempo llevaba buscando y que el pequeño saltamontes parecía conocer. Se lo mostró. Errante sonrió, le debía tanto... Se susurraron un secreto al oído y el rostro de ambos se iluminó de felicidad. La lluvia apareció nuevamente y Errante despertó de tan extraño, pero precioso sueño. No recordaba cuánto tiempo hacía que no soñaba, en realidad apenas recordaba haber soñado antes, pero por un momento deseó que no hubiese terminado. Tal vez ese era el sitio en el que debía permanecer para siempre, quizá era la señal que, desde hacía tiempo, había anhelado encontrar, aunque en su interior ya lo hubiese dado por imposible, pero él era errante y como tal debía proseguir, era su deber, su obligación. Ya no respondía ante nada ni ante nadie, solo ante él mismo, pero cuando más arreciaba se puso en marcha de nuevo. También los errantes tienen derecho a soñar, aunque él ya no lo haría nunca más.

Fotografía: www.taringa.net


Mérida a 21 de mayo de 2014 


Rubén Cabecera Soriano.

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