Cruza la calle.



Cruza la calle y se encuentra en la otra acera, parece sencillo, pero no lo es. Da la sensación de que el espíritu se ha tranquilizado, quizá es que ya pasó la primavera. Incomprensiblemente echa de menos aquello que casi ya olvidó... Mira profundamente, lo cual, en él, es casi como tener la mirada perdida. Qué pena no tener el don de leer su mente; es seguro que en este momento no piensa nada, increíble, no pensar nada, qué sencillez, que no simplicidad; es asombroso, digno de un ser como él. Seguramente no le importaría tener que llevar zamarra en lugar de chaqueta. Es probable que su rostro no reflejase un ápice de cambio. No lleva gafas, si es que eso importa, y este comentario hace pensar que es difícil describirle, qué nimiedad decir que no lleva gafas y no decir que sus ojos parecen claros, aunque no se sepa si es la luz que los ilumina o es su propia naturaleza. Es de tez clara, pero su piel no es blanquecina. Quien sepa algo de su ascendencia que nos lo diga, yo no, quizá ni él mismo lo recuerde. 

Se sienta, tal vez a descansar de la vida. Transcurre un instante en el que todo el que le mirase a los ojos quedaría congelado en una eternidad de duración esa mirada. Su maletín perfectamente cerrado, cómo si no iba a ser, reposa en su regazo, pero es probable que lo deje en el suelo al lado de sus pies. Gira el cuello y se da cuenta de que una mujer, sentada frente a él y que antes le miraba de soslayo, olvidó sus necias nociones de forma y comportamiento y le sostiene la mirada, aún sigue queda; él la mira profundamente, la mira a la nada de su rostro maculado por la vida. Pero ella no se asustó con su gesto, es más, ni siquiera desvió sus brillantes ojos cansados de llorar. Si lo pensamos bien, realmente no se miran, al menos no como nos miramos los demás, ellos se ven, cada uno ve en el rostro del otro todo lo que quizá nadie en ningún momento logró ver en ellos. Él encontró en sus ojos el camino de retorno del vacío en que vivía, mientras que ella se recoge, se abraza, podríamos decir, porque nadie nunca llenó sus ojos. Colmados están con lo que ven, colmados están por quien les ve. Ninguno de los dos es perfecto, aclarémoslo, pues existen y nuestra existencia, solo por ser, es imperfecta, gracias debemos dar a quien así lo quiso, pero, paradójicamente y justo por esta suerte de malograda circunstancia, lo son, perfectos, a su manera. 

Qué fácil es enamorarse, de lo hermoso, de lo bello, quién no ve en una rosa esa hermosura, esa serenidad que otorga la belleza, gracias a la conjunción entre el interior y el exterior, pero nosotros somos algo más desgraciados porque solo sabemos apreciar la belleza exterior, la pasajera, la que tizna los instantes, la que queda a merced del tiempo, y dejamos de un lado la interior, la verdadera, si es que hay algo de verdadero en nuestra existencia, aquella que solo la vida puede cambiar y que solo la vida cambia, aquella que cada uno de nosotros vemos en el espejo y a la que nos cuesta enfrentarnos porque nos gustaría que nos vieran superficialmente y pudiésemos ser lo que quisiéramos ser, y no lo que somos; imperfectos seres los humanos. Solo nosotros vemos en el espejo nuestro ser y eso da miedo porque sabemos que no es lo que deseamos, somos hombres porque sabemos fingir y qué triste es que no valoremos más que en pequeña medida aquello que con la vida va unida y no eso que el tiempo envejece.

Fotografía: ipachecop.wordpress.com


Rubén Cabecera Soriano, en Mérida en una fecha indeterminada de hace unos 15 años y Trevejo a 24 de mayo de 2015. 

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