Las zapatillas de ballet.



Ahí están, en el rincón, apoyadas contra la pared, observándolo todo, hermosas sobre el fondo granate, resaltando con su rosa eterno y los ribetes color crema. Los pliegues arrugados y las costillas encorvadas, huellas de un tiempo que pasa, pero no vence. Se reflejan en el espejo adonde miran para contemplar la clase, esa que conocen tan bien, la que han pisado incansables hasta memorizar cada centímetro y en la que son admiradas por los arrebatados alumnos. De caja cuadrada y costuras desgastas por tantas y tantas horas de baile; la derecha reposa de pie, sobre la punta, en su plataforma, con el talón recostado sobre la pared y el cordón ligado; la otra, retrepada en su ala izquierda, mostrando su escote sobre la pala. Dobladas, arqueadas del uso. Las cintas de ambas entrelazadas en una bella geometría imprecisa y ambigua; indescriptible, pero sublime, lejos del torpe anudado de quienes comienzan y a quienes ambas han visto pasar y pasar, danzar y danzar durante años, a quienes han querido, a quienes han enseñado a bailar con el corazón, a quienes dejaron de ser niños y niñas para convertirse en hombres y mujeres con el arte de la danza grabado en su almas.

El silencio se hace cuando ellas se ofrecen al escenario, cuando resbalan sobre la madera, cuando deciden bailar para hacer llorar, para hacer felices a quienes las contemplan. No hacen falta notas musicales para mostrar la belleza que encarnan, basta el silencio. Entonces, desaparecen, se hacen invisibles y es el cuerpo que las calza el que se muestra, perfecto, fastuoso y sensible en sus movimientos, delicado, pero indestructible; capaz de conmover el corazón más encallecido, capaz de debilitar la más férrea alma; mostrando formas sinuosas e imposibles que seducen los privilegiados ojos que lo contemplan. Y cuando el cuerpo para, las zapatillas descansan, vuelven a su sitio, algo más desgastadas, algo más arqueadas, pero hermosas como siempre, dispuestas a enseñar, dispuestas a hacer felices a los demás, dispuestas a danzar.




Fotografía: www.denia.com

Mérida a 1 de noviembre de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.

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