Djenné, la Gran Mezquita de barro.



Los tres grandes minaretes de la qibla estaban agrietándose considerablemente. El calor sofocante que durante el año ha azotado la ciudad provoca que el barro con el que está construido el templo comience a mostrar fisuras de gran tamaño. Los habitantes de Djenné están muy preocupados: su mezquita corre peligro de destruirse erosionada por la fuertes lluvias que aparecerán en breve.

La actual mezquita es una reconstrucción promovida por el imperio francés a principios del siglo XX, tras su destrucción por el desgaste provocado por las lluvias, como consecuencia del abandono de la misma incitado por el fundador del imperio de Massina en 1834 al considerarla demasiado suntuosa, pero la tradición de una ciudad milenaria, que se convirtió en foco de propagación del Islam en los siglos XI a XIII (1240 es la fecha en la que se considera demostrada la fundación de la mezquita), no podía olvidar, religiones aparte, su máxima seña de identidad.

La mezquita se eleva sobre un muro de adobe de casi tres metros de altura sobre el nivel del mercado, mostrándose altiva ante la ciudad. El perímetro amurallado de la misma, reminiscencia del palacio original sobre la que se construyó, se perfora con anchos escalones que dan acceso a una suerte de atrio desde donde se accede al sahn, donde los hombres, preocupados, conversan acerca de las opciones que tienen para resolver el grave problema en ciernes antes de pasar al haram para sus oraciones. Muchos, bajo el calor sofocante de Mali, en el África profunda, se retiran a alguno de los riuaq laterales del patio donde, al fresco de las sombras proporcionadas por las arcadas, meditan en silencio antes de las abluciones que preceden al rezo. La fachada apenas si presenta ventanas que iluminan pobremente el interior, oscuro (donde la luz artificial no es bien recibida), sin revestir, solo pulimentado en el suelo donde los fieles extienden las esteras de rezo entre los numerosos e inmensos machones, paralelos al muro sagrado orientado a la Meca, que soportan el techo y que dejan pasillos estrechos donde los creyentes se arrodillan para orar. El barro es el material de construcción y de acabado. El marrón pardo del mismo cambia de tono según se va secando y juega con las sombras que proporcionan los torones de madera salientes que se distribuyen uniformemente en su fachada y pináculos como si de una retícula perfectamente ordenada se tratase, alargándose cuando el sol va cayendo hacia el oeste y asemejándose a una suerte de colmena cuando el sol quema al mediodía. Las almenas, de formas casi infantiles, redondeadas, coronan el muro perimetral de la edificación. La mezquita es de barro, es tierra, está hecha de la tierra donde por siglos sus habitantes han morado.

El muezzin ha completado la llamada al adhan desde el masivo alminar ubicado al norte y, momentos después, el imam, colocado en el minbar, ubicado a la derecha del mihrab, como manda la ortodoxia, tras la jutba, lanza una plegaria por el templo e invoca a todos los habitantes de la ciudad a que se congreguen para encontrar una solución. Tras la celebración se retira a la maqsura y los fieles vuelven al patio donde elaboran sus teorías sobre lo que acontece. La preocupación no es solo por la mezquita, los habitantes de la ciudad temen por sus casas, también construidas en adobe, porque las lluvias comenzarán a destruirlas acabando con todo. Ha sido una sequía terrible y el delta interior formado por los ríos Níger y Bani apenas si ha proporcionado el agua suficiente para preparar el barro que cada año utilizan para revestir la mezquita y protegerla.

Hoy es día de mercado y, a pesar de las penurias, el entorno de la mezquita se llena del color de las telas de las mujeres peul y de la piel azulada de los tuareg. Los pescadores bozo ofrecen sus capturas y traen una gran noticia: El agua viene. Las lluvias han aparecido al norte, en la región de los lagos y en breve el río traerá agua suficiente para preparar la mezcla con la tierra que proporcionará al pueblo el barro necesario para proteger sus casas y la mezquita antes de la venida de las destructivas lluvias torrenciales. La alegría se extiende entre la población. Todos se preparan para transportar el barro hasta el patio que rodea la mezquita. Al día siguiente los más madrugadores comprueban cómo, efectivamente, ya tienen agua suficiente en el río para mezclar con la tierra y preparar el barro. Corren a dar el aviso a la población que amanece. Los niños descalzos juegan por las calles de tierra de la ciudad que se va llenando del légamo derramado en su camino hasta el templo. Los mayores se dirigen al río y montan una cadena humana que va portando el barro que preparan los más sabios del gremio de albañiles hasta la mezquita. Todos participan de la fiesta. Llevan esportones de mimbre sobre sus cabezas una y otra vez hasta que el agotamiento les vence. Están sucios, literalmente embarrados, pero se les ve felices. En la mezquita, los más jóvenes y ágiles han montado altas escaleras de madera de palma que apoyan sobre la fachada del templo en las que subirse e ir extendiendo la mezcla sobre la superficie de la edificación. Se apoyan en las espinas decorativas, también de madera de palma, sobresalientes de los muros de la mezquita que hacen las veces de andamios para que los hombres puedan apoyarse en ellos y ejercer esa labor de protección que permitirá conservar la mezquita otro año más. Es la mezquita de todos y todos colaboran para mantenerla viva. Ahora las lluvias llegarán y traerán la riqueza sobre Djeneé otro año más.


Fotografía: www.wikipedia.org


Mérida a 27 de julio de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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