Era una mujer.



Caminaba erguida, orgullosa, pero no altiva. Los ojos, levemente caídos, en una expresión de infinita sabiduría, no miraban a ningún sitio, pero lo veían todo. Su edad avanzada y su escasa estatura no eran impedimento para mostrar su arrojo. Dejaba a sus espaldas el dolor al que acababa de enfrentarse a pecho descubierto con su única arma, el amor, y el dolor se escondió de ella, no se atrevió a golpearla a pesar de que se sabía más fuerte.

Se había hecho el silencio mientras ella susurraba con lágrimas en los ojos “…mi hijo ha muerto, por favor, que sea el último…”. Su pena caló en las almas de quienes, frente a ella, no se atrevían a mirarla y agachaban la vista avergonzados, aunque la oían, eso no podían evitarlo. Tocó con sus manos las corazas que la separaban de la carne del que se creía vencedor y, aunque el acero no se hundió, el corazón se derritió. Buscaba los ojos de los hombres, temerosos de las represalias y ávidos de sangre, para mostrarles el camino de la paz.

Sus palabras no fueron un discurso aplomado que una multitud exacerbada y entregada a la causa aplaudiese a rabiar. Sus palabras no fueron pronunciadas con la cadencia precisa y las pausas necesarias para que sus interlocutores las interiorizasen e hiciesen suyas. Sus palabras fueron sencillas, tal vez temblorosas, pero sobre todo sinceras.

Ahora volvía hacia los que suponían ser de los suyos que la vitoreaban y aplaudían. Se acercó con la misma templanza, circunspecta, grave en su expresión y alzó los ojos frente a ellos, que inmediatamente callaron a la espera de las noticias que la valiente guerrera les traía. Se acercaron a ella y la rodearon con la intención de alzarla en brazos, de convertirla en heroína, pero sus lágrimas paralizaron cualquier gesto de victoria. Susurró exactamente las mismas palabras que instantes previos había pronunciado. Y al igual que ocurriese con los hombres armados y acorazados a los que ya se había enfrentado, estos bajaron la vista y sintieron vergüenza. Sus corazones se acongojaron y el alma se les partió en dos.

La mujer se retiró lentamente hacia una calle que desembocaba en la plaza donde la batalla se iniciaría instantes después, donde muchos hombres morirían, donde muchas mujeres llorarían en días sucesivos las cuantiosas pérdidas de un bando y de otro. Se retiró porque sabía que hoy la sangre mancharía el suelo que estaba pisando y no soportaría semejante dolor, pero también sabía que había sembrado la semilla de la paz y que esta daría sus frutos.

Era una mujer anónima a pesar de que podría describirse perfectamente su rostro, era cualquier mujer, era todas las mujeres: las jóvenes, las ancianas, las madres y las hijas. Era una mujer lo suficientemente valiente como para enfrentarse al odio del hombre, a la violencia que, en ocasiones, le ocupa todo el cerebro y le impide razonar con claridad en una ciega y absurda sumisión que le lleva a derramar la sangre del que supone es su enemigo o del que le han dicho que quiere matarle, sumergiéndose en una espiral de terror sin fin. Era una mujer sencilla, pero lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de lo irracional de la violencia, de la importancia del diálogo, de la trascendencia del amor. Era una mujer.


Foto: Sergei Chuzavkov / Associated Press

Mérida a 9 de marzo de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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